Saturday, December 26, 2009

Mira la hora que es, de Juan Cueto-Roig

(Del libro "VEINTIÚN CUENTOS CONCISOS", Editorial Silueta, Miami. Enero 2009):


Habían explotado diez bombas en varias zonas de la ciudad. Pero eso fue mucho después de que Mario saliera de su casa. Él no se enteró porque estaba en un cine. A las once de la noche, ya en la calle, notó un ambiente extraño. Los escasos transeúntes, más serios y esquivos que de costumbre, se movían con rapidez. En la parada de ómnibus alguien comentó lo ocurrido. Mario pensó en su madre. Él era su único hijo y ella se ponía muy nerviosa cuando sucedían esas cosas. Ahora estaría preocupada. «Tú sabes el peligro que corren los jóvenes en estos tiempos», le decía en vano para disuadirlo cada vez que salía de noche.
Paró el primer autobús que vio venir. No era el que pasaba por su casa, pero decidió que más cerca de su barrio haría la transferencia.
Llegó al lugar donde debía bajarse para cambiar de ruta. «Cuídate, muchacho, es peligroso andar solo en una noche como ésta», le susurró el conductor en un tono paternal.
La calle estaba desierta. Por primera vez sintió miedo. Era la única persona en esa esquina. De repente, salido de las sombras, como creado por la noche misma con el solo propósito de cambiar su destino, un policía se le acercó, le dio una bofetada y lo acusó de ser uno de los revolucionarios que habían puesto las bombas.
—Usted está equivocado, yo estaba en el centro… en un cine.
—¿En qué cine? En los cines también ponen bombas.
—En el que yo fui no.
La respuesta del joven enfureció más al hombre.
Mario buscó en el bolsillo, sin encontrarlo, el comprobante de admisión.
—¿Vives por aquí? ¿Qué hacías en esta esquina a estas horas?
—Esperaba el autobús… Mire, aquí está la transferencia. Y la agitó en su mano como bandera de salvación.
El policía se la arrebató y la tiró al suelo. Después lo golpeó. Ya sangraba profusamente por la nariz y un ojo cuando lo hizo caminar varias cuadras mientras lo apuntaba por detrás con la pistola. Pasó un carro patrullero y el esbirro le hizo señas. Echaron a Mario en el asiento trasero y lo siguieron golpeando.
La madre nunca se dormía hasta que el hijo regresaba. Esa noche había demorado más de la cuenta. Miró el reloj. Eran ya las dos de la madrugada. Y como si alguien pudiera oírla y responderle con una razón que la tranquilizara comentó: «Mira la hora que es y Mario no ha regresado».
Y varias veces al día, hasta el final de su vida, en una voz que era casi un gemido siguió repitiendo: «Mira la hora que es y Mario no ha regresado».

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