Saturday, December 26, 2009

Los cuerdos, de Lourdes González Herrero

Él está parado en medio de la calle. Sin zapatos ni camisa. Con un tubo alzado frente a la plenitud del joven que le dice: Guárdelo, camine y guárdelo, pero no se vaya a ir.
Esta escena es el centro de la atención. El espacio que la rodea está lleno de personas con rostros anhelantes y manos como visores para mirar mejor, para saber en qué acabará todo.
Una mujer de aproximadamente cincuenta años, ávida, empuja a su hija porque: No puedo ver bien, córrete para allá. La hija se toca la amapola sintética que lleva en el pelo y hace una mueca dirigida a su madre que ya se está acercando al círculo donde Él farfulla: Este que está aquí conoce a los como tú, este que está aquí, sabe. El joven lo hala por el brazo que levanta el tubo, lo arrincona contra un tanque de basura, al tiempo en que un hombre mediano, de pelo amarillo ilegítimo, dientes careados y botas, lo conmina a Él a no meterse más con nadie, porque: Te va a pesar, te va a pesar.
En ese momento viene por la calle una bicicleta manejada por dos adolescentes, el de atrás pedalea y el de alante lleva el timón. Al pasar junto al grupo, chiflan, con los dedos metidos en las bocas. Es inaguantable el sonido, y por eso se ríen mientras lanzan una lata vacía de cerveza que da justo en la cabeza de Él, cae fuera del tanque, rodando hasta los pies de una joven vestida con licra azul fosforescente, que al verlo ir corriendo a recogerla, le ordena: ¡Vete de mi acera, sinvergüenza!, ¡ponte a trabajar, que es lo que a ti te hace falta!
Aumenta el número de personas y cada vez es menor la distancia entre unos y otros. Él está visiblemente asustado, no opone mucha resistencia cuando el joven lo coge con fuerza y lo sienta en el borde de la acera. Sus pies descalzos se llenan de fango en el contén, provocando una imagen que asquea a la anciana que pasa, se persigna y escupe horrorizada de: Este hombre que no tiene moral, mira que andar así por la calle, llamando la atención.
Dos niños forcejean para quitarle a un tercero el mango maduro que lleva con cuidado. Corren, se empujan, forcejean, se agachan, se hablan al oído, y finalmente tiran el codiciado mango que explota en la espalda desnuda de Él, como una piedra. De inmediato se escuchan varias voces gritándole a los niños, no por haberle pegado, sino por andar jugando en este momento en que hay que poner orden en las cosas. La madre del lanzador del mango lo señala a Él, amenazadora, con su dedo índice de uña escarlata, y le dice al hijo: Mira en lo que te vas a convertir si sigues tirando cosas. En cambio, la madre del dueño del mango coge al suyo por una oreja y le anuncia: Ese es el hombre malo del saco que vino para llevarte, así que, ¡a la casa!, ¡rápido!
Él se pasa las manos por la espalda y se mete los dedos en la boca, llenos de jugo de mango. Algo que no puede soportar la muchacha de la amapola sintética que arquea y, sin reponerse, grita: ¡Churroso, eres un churroso!
El joven vuelve a tratar de imponerse: Voy a llamar a la policía para que se lo lleve al calabozo, lo voy a hacer, no puede estarse paseando por aquí sin más ni más. Él empieza a llorar, compungido ante el cada vez más nutrido grupo que lo observa con desprecio.
Lo voy a llevar yo mismo a la policía, vamos, ¡párese! Se para. El joven saca un periódico de su bolsillo, lo enrolla, y le da unos leves azotes: Camine, camine, que me ha hecho perder ya dos horas.
Echan a andar por la acera del sol. Un hombre, entrado en años, los intercepta admonitorio: Yo no sé para qué usted, que se ve que es un muchacho decente, se hace cargo de llevar a este a ningún lado; mírelo, mírelo, ¿no le da asco?, yo usted lo dejaba tirado por ahí, con las patas en el fango, es lo que se merece; óigame, uno no puede desgastarse en la vida tratando de controlar a un loco, créame, se lo digo por su bien.
¡Tiene razón!, ¡tiene razón! Dicen varios de los presentes. ¡Déjelo!, ¡se va a llenar de mugre llevándolo para la estación!
El chofer de un carro que ha tenido que detenerse porque el grupo no lo deja pasar, pone el dedo en el claxon y lo hace sonar sin interrupción. Es un ruido más insoportable aún que el chiflar de los bicicleteros, por eso lo mandan a dejar el claxon tranquilo: Deje esa mierda tranquila, ¿qué se cree?, ¿que somos sordos? Por aquí no puede pasar ahora, y punto, ¿o hay que darle explicaciones?
El chofer pierde los estribos, se baja y abre el maletero, sacando una llave larguísima con la que amenaza a todos: A ver, ¿quién dice que no puedo pasar?, a ver, a ver, que dé la cara y lo repita aquí frente a mí.
La gorda que anda con el chofer se baja del carro y trata de aplacarlo, pero se percata de que tiene razón cuando oye al viejo samaritano y a la mamá de la muchacha que arquea, vociferando: ¡Qué clase de equivocado este tipo!, ¡nada más hay que mirarlo para saber que es un guapetón!, ¡un vive bien es lo que parece!
El chofer y la mujer se acercan y empiezan a manotearles en la cara hasta que la cincuentona le da un empujón a la gorda. La hija, aludida por semejante acción, la emprende a empujones con el chofer hasta que se da cuenta de que ha perdido su flor plástica y se agacha a buscarla.
El rubio de los dientes careados piensa que ya es bastante con lo que ha visto, y trata de aplacar los ánimos dando cobas y aclarando que todos están allí por culpa de Él.
Las atenciones vuelven a centrarse en quien, parado en la acera con su guía, sólo atina a meterse los dedos en la nariz y sonreír. El joven que lo conduce desaprueba que se meta el dedo en la nariz, le coge el brazo con fuerza, torciéndoselo hacia atrás. La cara muestra dolor y la boca se curva en una mueca que deja ver los cascajos de sus muelas.
En ese instante, una niña de siete años se acerca y le sonríe alegre, dispuesta a tomarle una mano. Un grito unánime recorre la zona donde permanecen expectantes y agrupadas muchas personas. ¡Noooo, niña, no toques eso! ¡No se te ocurra tocaaaaaaaaarlo! ¡Dios mío, lo va a tooooocar!
Pero el joven le aclara a la niña, con modales apacibles: No, mi niña, eso no se toca, puedes coger bacterias y después te daría fiebre alta y se te pondrían muy rojas las manos, hinchadas, vete a saludar a una persona buena, anda, mi niña, anda. Y tú, camina, que la estación de policía queda a varias cuadras.
La niña mira al joven con ojos asustados y se va corriendo, a punto de llorar.
Prosiguen las dos figuras avanzando por la acera. Él con cierta torpeza y pesadumbre; el joven con marcha decidida y rostro impasible.
A su paso, algunos de los espectadores lanzan gritos jubilosos: ¡Llévalo! ¡Que lo encierren! ¡Menos mal que se lo llevan al calabozo! ¡Tres electroshock es lo que hay que darle! ¡Y un buen baño con salfumán!
Otros discuten todavía un buen puesto para verlos caminar, para mirar bien de cerca: A ese tarado que nos hace la vida imposible. Para no perderse ningún gesto de: El antipático que vino a perturbarnos, del desastre humano al que le vendrá muy bien un rato de cárcel.
Él agacha la cabeza. Parece confundido, pero aún tiene ánimo para mirarlos a todos y dedicarles una babeante sonrisa.

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