Saturday, December 26, 2009

Fuegos Fatuos, de Abilio Estévez

Puedes agradecer a una tumba, a las piedras en las grietas de una tumba, el que nos hayamos encontrado alguna vez. Desde esa noche, desde aquellas noches, creo en la relación secreta de las cosas. Como en las novelas, ¿no habrá también en la vida una estructura recóndita? Aunque apasionante, repito que descubrir ese orden no resulta fácil. No te burles. Sé que la teoría no es mi fuerte. En todo caso, ¿cuántos años han pasado? Muchos, muchos años y estoy segura de que no podrías describir la casa. Al cabo de algunas vacilaciones hábilmente encubiertas, repetirías la imagen de cualquier “mansión de melancolía”, de esas que aparecían en aquellas novelas que leíamos hace tanto tiempo (treinta, cuarenta años atrás), las novelas góticas que entonces nos apasionaban, los cuentos de terror que nos dejaban gozosamente despiertos hasta el amanecer. Dirías con tu acostumbrada voz de autoridad y los aires de presunción que tan bien creo conocer: “La casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de los árboles agostados…” Y estoy convencida de que ni siquiera te percatarías de que sería la casa Usher la que te ocupabas en describir.



Porque nosotros vivíamos en el cementerio, sí, pero nuestra casa nada debía a Poe o a Lovecraft. Una casa encantadora la nuestra, la verdad. Alegre, armoniosa, clara como no he vuelto a vivir otra en mi vida. ¿La recuerdas?, ¿será verdad que la recuerdas? Siempre he sospechado que sabes menos de lo que sabes, y que, en la mayoría de las ocasiones, tus recuerdos no son verdaderos recuerdos —sólo que tampoco te creo muy capaz de andar imaginando. Aquella casa. Dentro del cementerio. A la sombra de una ceiba enorme, veterana (trescientos años, calculaba padre, el positivista). Tenía un techo alto, a dos aguas, de tejas supuestamente rojas, que el sol y la lluvia habían lavado hasta un rosa mustio, blancuzco o casi amarillo, negro por los bordes, que contrastaba y hacía juego al mismo tiempo con las paredes que se encalaban todos los años —para la noche de Fieles Difuntos, qué fiesta. En las paredes, rigurosamente blancas, se abrían múltiples, enormes ventanas azules, de visillos, con cortinas de gasas sucias, que daban a un soportal corrido, harto de tiestos con flores, crotos, helechos, jazmines y galanes, y atestado también de sillones de cedro con balancines poderosos, y columnas que no eran verdaderas columnas, sino pilastras de maderas por donde trepaban las yedras y las piscualas, siempre con sus florecitas de un rojo ridículo y con las que mi hermana y yo nos hacíamos collares. La casa. Extraordinariamente jovial dentro de un cementerio que, por extraño que parezca, también lo era. Fue precisamente la casa, su vivacidad, la que convenció a madre (ayudada por Chana, claro está —nuestra orisha personal). Porque lo cierto es que madre nunca estuvo demasiado convencida de querer pasar su vida en un cementerio. ¡Es tan contraproducente…!, se quejaba sin sudar, blanca y peinada, fingiéndose sombría. ¡Y todo el tiempo que nos quedaremos luego, allá abajo, por obligación…!, volvía a quejarse, un poco más animada. ¿No estaremos tentando al destino?, y cerraba los ojos, mano en alto, sibilina. Padre se quitaba el ennegrecido sombrero de yarey, soltaba la carcajada. Sudaba. Sudor que venía provocado por el calor y por la alegría que nunca lo abandonaba. Sudaba científico, por exceso de convicciones —positivista.



Supongo que tendrás presente a padre. A él sí que no lo habrás olvidado, ya que por un tiempo fuiste su cómplice. Además, imposible olvidarlo. Hombre intenso, de físico imponente. Para él no existían otros misterios que los sueños. Para él el miedo se erradicaba con sólo abrir los ojos y tomar “debida posesión de las cosas”. Qué seductor: hablaba de “las cosas”. Y hablaba de “las cosas” con la seguridad de quien habla de un vasto imperio de su propiedad. Existe una soberbia en todo el que piensa mucho. En la realidad no hay misterios, sino ignorancia, nos sermoneaba cada noche a mi hermana y a mí ese rey sudoroso y divertido, extemporáneo, positivista (siempre con la frente despejada), no existe misterio que una buena mirada no alcance a deshacer, y si algo las asusta, niñas, mírenlo bien, obsérvenlo en detalle, verán qué ridículas y vanas son las circunstancias que provocan los temores. Su ausencia de dudas, su insolencia, su filosofía. En eso consistía, por decirlo así, su ideología, (palabra fea, ¿no?), y tal vez semejante lógica le haya permitido trabajar desde jovencito como sepulturero (sepulturero de lujo, lo recordarás, puesto que se encargaba también de lavar, maquillar y vestir muertos, dejarlos llenos de coloraciones, muertos que se fingían vivos, satisfechos de sus silencios y de sus cachetes enrojecidos en los ataúdes de cedro). Con esta sola idea, con esta sola vanidad, se mantuvo imperturbable hasta el final de su vida. Fue afortunado, tienes razón. Jamás se dejó alterar por lo que madre llamaba “el lado ilegible de la vida”. Todo lo contrario. Con los años llegó a ser ayudante de los forenses del Hospital Militar, hasta que lo nombraron Director General de Cementerios del Municipio (Marianao), con derecho a casa pagada por el ayuntamiento. Existen casas y casas, declaraba padre con resolución y voz de fiesta, hay casas cuyas ventanas permiten el acceso a los siete mares, otras muestran montañas o árboles o verdes valles (adoraba aquella lacrimosa película de John Ford —no hay hombre sin contradicciones), las hay asimismo abiertas al laberinto de otras casas, y algunas casas ciegas también, que nada ven de la tierra, de la tierra de la Tierra, pero en esta casa nuestra, única en el mundo, las ventanas permiten apreciar un paisaje de mármoles, cruces y flores, que en lugar de hablarnos de la muerte, nos habla de la vida, ¿qué más, digan, qué más se puede pedir?



Madre pedía más, como habrás de suponer, pedía otras cosas. Madre, lo sabes, estaba en el otro lado, en la orilla opuesta en la que se hallaba padre, instalada en una soberbia de signo distinto. Convendrás conmigo, no había personas más diferentes: tal vez así convenga a los matrimonios perfectos. Esa madre mía tan fuertedébil, tan ásperodelicada, tan independientedependiente, tan temerosovaliente, sin sudor, dueña de pañuelos blancos, de seda, y abanicos japoneses, bien peinada (había sido maestra de kindergarten), al principio se negó a vivir donde los demás estuvieran gozando o sufriendo (mucho la angustiaba el matiz entre ambos gerundios) la eternidad de su eterno descanso. Insisto: pasearse viva por entre cenizas humanas le parecía acaso una excesiva prepotencia que a la larga debía ser castigada. Nunca lo dijo así, no se daba el lujo de ser explícita, aunque estoy segura de que podía murmurar (sólo murmurar, por supuesto), que en la realidad no había ignorancia sino enigmas, jeroglíficos, sin duda alguna, jeroglíficos, que no existía materialidad, certeza, ilustración que una buena mirada no lograra deshacer en misterio, y que si algo nos asustaba (sensibles deben, tienen que ser, eh, niñas), constituía la prueba infalible de que existían fuerzas oscuras y de que ellas nos enviaban mensajes.



¡Qué modos extraños de manifestarse el orgullo! Puedes estar seguro, sin embargo, de que, a pesar de sus reservas, de sus aprensiones, a madre le gustó la casa la primera vez que la vio. También la cautivó el cementerio y no quiso o no fue capaz de revelarlo. Lo descubrimos quizá en sus ojos quietos, más benévolos que de costumbre, en su mirada sabia, apaciblemente sabia, la mirada de alguien que ha llegado a un paraje hermoso donde intuye que, muchos años atrás, se libró una batalla sangrienta. Y yo te pregunto: ¿cómo no iba a cautivarle el cementerio?, ¿cómo no admirar aquel hermoso campo repleto de casuarinas, de aguacateros, de jacarandás, de falsos álamos, de gomeros, y de cruces y ángeles de mármol, cuyo silencio estaba siempre acompañado por una brisa que no podía disfrutarse en ningún otro lugar de La Habana? El problema era cuando se trataba “del lado ilegible”. En casos así, madre nunca quería confiarse plenamente.



Fue por eso, que días antes de mudarnos al cementerio, se hizo acompañar por Chana. Hablo de la negra vieja. Nuestra orisha familiar, la negra vieja de la vieja casa de la calle Ángeles número 9 (orillas del río, el Quibú, el apestoso). A escondidas de padre, el positivista, madre contaba para todo con Chana. No daba el más mínimo paso sin consultarla. ¿Recuerdas a Chana? Ahora también está allí, en una tumba de sobrio granito comprada por madre, pero entonces no había vieja más grande y más gorda y más negra en todo el reparto Zamora, tan negra que parecía recién llegada del Golfo de Guinea. No se la podía entender cuando hablaba de las cosas cotidianas. Cuando se refería al día a día de la vida, usaba un castellano confuso, de palabras torpes, pronunciadas a medias, o no pronunciadas, palabras que ella buscaba desesperadamente con los ojos pequeños, antiguos, solitarios, de un blanco bilioso, y con las manos enormes y trabajadas, que alzaba al cielo. Recuerdo en cambio que cuando hablaba del “lado ilegible” (como comprenderás, ella no solía usar esa frase), su castellano adquiría una claridad pasmosa. Palabras limpias, brillantes, hasta bonitas, de sintaxis precisa. Recuerdo también su voz rota de negra vieja, que adquiría entonces un tono cálido, próximo, hermosísimo —más hermoso cuando rompía a cantar sus cantos de la costa del Calabar. Chana recorrió la casa aún vacía. Fumó tabaco e hizo que el puro humo se esparciera por cada rincón. De cuando en cuando, se detenía, permanecía concentrada. Escuchaba, afirmaba, negaba, sonreía, se enfadaba y quedaba perpleja. Hacía gestos con los que espantaba figuras del aire. ¡Puta, vete, puta mala, fuera de aquí! En esos momentos madre le alcanzaba la jícara repleta de aguardiente. Temblorosa, la negra, tan vieja vieja que casi no podía tenerse en pie, levantaba la jícara, bebía un sorbo, no, no bebía, en realidad detenía unos segundos el trago en los labios, y luego lo escupía con agresividad que daba miedo. Se estremecía. Se le erizaba el poco pelo, estirado con los peines de hierro hirviendo. Tiraba un coco contra el suelo y lo rompía con fuerza que no imaginábamos en ella. Reunía los pedazos blancos, cerraba los ojos que ya parecían cerrados, estaba haciendo el máximo esfuerzo por entender. Escuchábamos el susurro de sus cálculos. Tomaba luego un manojo de albahaca, con amapolas, con flores blancas, empapado en agua de colonia, polvo de cascarilla que se elevaba como el humo, e iba golpeando las paredes rítmica, rítmica, tac-tac-tac, mientras entonaba las canciones inexplicables del Calabar. Más tarde, mucho más tarde, se iba a la ceiba, arrastrando los pies, llevando tras ella el humo del tabaco y la cascarilla, y allí quedaba, acariciando el tronco como si acariciara el cuerpo de un hombre. Entre ella y el árbol parecía haberse establecido el vínculo oculto que ella necesitaba. Un vínculo que ninguna de nosotras tenía capacidad de entender. Desconocido, misterioso. Hasta que el sol comenzaba a perderse entre nubes rojas, negras y rojas, velocísimas, de lluvia, por allá, por el lado tan lejano de Santa Fe.



Sonríes. Ignoro si te conozco bien. O si te conozco demasiado bien. Estoy segura, no obstante, de que sonríes. Adivino la habitual sonrisa de autoridad, y tras la sonrisa, la inevitable pregunta ¿Y de qué sirvió el ebbó de la Chana, si los muertos no dejaron dormir a tu madre?



Mi hermana y yo no teníamos miedo. ¿O sería mejor decir que sí, que teníamos miedo, sólo que el miedo no era el miedo que todos conocen por tal, sino un susto que nos daba una satisfacción inmensa, un susto que sobresaltaba, difícil de explicar? Por alguna razón que nunca comprendimos, algunos sepulcros nos conmovían más que otros. No quiero decir que fueran más o menos hermosos. No hablo de sus mármoles, brillantes o no, ni de sus estatuas expresivas o dramáticas. Tampoco de sus epitafios, esas frases que contenían una mayor o menor carga de pasión, tan apasionadas a veces, desfachatadamente apasionadas que daban ganas de reír. Estoy hablando de algo que nada tenía que ver con la arquitectura, ni con la escultura, ni con la poesía, mucho menos con la piedad, la compasión, la nostalgia o la risa. Estoy hablando de algo secreto, que no participaba del orden físico, afectivo o religioso de las cosas, y que a mi hermana y a mi nos impresionaba sin que supiéramos por qué. Había, por ejemplo, un pequeño mausoleo sin nombre, sin epitafio y sin nombre, en el que no podíamos detenernos sin que ambas nos echáramos a llorar. No pidas razones: únicamente menciono un pequeño mausoleo sin nombre. Hacia el final, donde estaba, abierta siempre, la fosa común, y donde padre y sus ayudantes amontonaban los huesos de los que carecían de familias, había cráneos que suscitaban nuestra clemencia o nuestra ira, nuestra risa o nuestra circunspección, exactamente como nos ocurre con las personas, con las personas de carne y hueso, quiero decir. Tocar un fémur a veces nos conducía hacia una paz imperturbable. Otros cráneos nos hacían sollozar toda la jornada, acariciar los huesos amarillentos parecía ponernos en contacto con tragedias o melodramas.



Allí entre panteones y monumentos pasábamos el día y parte de la noche. Allí jugábamos. Allí estudiábamos. Allí íbamos aprendiendo a vivir. Allí me enamoré o me apasioné (llámalo como quieras) como sólo sabemos enamorarnos o apasionarnos en la adolescencia.



Hacia el final de la tercera calle, bajo el flamboyán, estaba el sepulcro de Héctor Aquiles Galiano, nacido en La Habana en 1904 y muerto en esta misma ciudad en 1925. Era una tumba de cemento pulido con un supuesto trabajo de embellecimiento que mal imitaba la pompa de los mármoles, que el paso del tiempo había roto por varios lugares, y en cuyas fisuras crecían los helechos más altos y verdes del cementerio. En la cruz de hierro, en un medallón incrustado en la cruz de hierro, protegido por cristales cóncavos y potentes, se halla la foto de Héctor Aquiles, casi un daguerrotipo. Era el joven más bello del mundo. Todo el tiempo que he vivido después (y esto para ti será una revelación), no he hecho otra cosa que buscarlo. Buscar esa belleza ha sido una de mis metas. Buscar esa belleza que desapareció del mundo tantos años antes de que yo naciera y de un modo tan terrible.



Nunca he vuelto a ver otro Héctor como aquel Héctor, como tú. Pero ya hablaremos sobre esto.



El tiempo, lo sabes, no alcanza para tantos delirios. Así por lo menos decía madre, maestra de kindergarten, bebiendo una tacita de café fuerte en un sillón del portal. TRABAJAR AQUÍ.




Ahí está, pues, la fotografía de Héctor, de 1924, supongo: tiene el pelo oscuro, ondulado; la piel sepia de la foto, se sabe que es blanca, muy blanca; los ojos achinados, oscuros, voluptuosos, miran a la cámara con aire de seducción; la nariz es grande, por supuesto, y poderosa, de invasor, nariz de moneda de oro —de Héctor y de Aquiles; los labios, también enormes, armonizan con la mandíbula de aventurero, y sonríen con tímida prepotencia y algo de temor. No te lo niego: me angustia que “haya sabido”. En ese momento lo amo como se ama, del modo en que se ha amado desde siempre, como a un hombre muy hombre, como a un hijo. Llego temprano con la pucha de flores silvestres, que son las que convienen a un muerto tan vivo, tan hermoso y tan guerrero. En la fiambrera de la cocina, donde coloca madre las copas de agua que apaciguan la sed de los fallecidos, su copa es la más limpia, la más grande. En las tardes, cuando mi hermana se ausenta (la han obligado a dar clases de piano —¿para que active el apolillado órgano de la capilla, para que sea maestra ella también?—), beso la foto, la beso muchas veces, y me acuesto sobre la tapa del sepulcro a la espera de cualquier mensaje —que nunca sé si se producirá, al menos de la manera en que yo entiendo los mensajes y sus réplicas. De todos modos, le hablo, ¿qué me cuesta?



Le cuento de mi corta vida, de mis proyectos, le ruego Aparece, hombrehijo, en mis noches, en mis sueños, si ha habido otros íncubos, ¿por qué no tú?, vivo demasiados sueños con íncubos y a ellos debo la poca o mucha experiencia de mis noviazgos, ya sé que tú no quieres ser un íncubo, de ninguna manera, lo sé. Y el único sueño en el que aparece, no aparece. Te lo explicaré.



Me doy un baño, perfumo mi cuerpo con colonia 1800, me peino, me preparo, sé que voy a su encuentro y que él me espera desnudo bajo el flamboyán. Sin embargo, el sueño se queda en este ritual de los preliminares. Me digo ¡De prisa, no hay tiempo que perder, se desvanecerá, así sucede en los sueños!, y así es, porque ahí termina. No me encuentro con Héctor. Encuentro el espejo, un espejo enorme y adornado como nunca he visto. Y allí mi propio cuerpo, mi escualidez de adolescente, mis pelo revuelto, mis ojos abiertos, mi ropón de dormir empapado de sudor. No voy a su encuentro, tampoco él viene al mío. No es el íncubo, sino la espera. (TRABAJAR.) EL NOVIAZGO.



No quiero dramatizar: ¿será ese sueño la clave de todo esto? ¿Entiendes, me entiendes? A la mañana siguiente cuento y vuelvo a contar la frustración, tirada en la tumba, igual que siempre. Nadie, nada, no responde. La manía del silencio. La muerte y el silencio, los muertos parcos. Silencio, silencio, y eso que madre oye voces —o eso dice. El flamboyán enrojece el suelo y provoca sombras húmedas, otras nostalgias menos notables. Nada más. Entonces aprovecho y le hablo de las voces, las voces que madre escucha en las noches, en las madrugadas. A Héctor sí, le hablé de las voces, le pedí ayuda, después de todo él estaba allí, allá, distante, y algo debía conocer, digo yo.



En eso tienes razón: el ebbó de la Chana nada pudo contra las voces, a pesar de que casi cada lunes la veíamos aparecer (religiosamente, nunca mejor dicho) con los ojos oscuros (abiertos, cerrados, en todo caso oscuros), el bolso de yerbas y las frutas que ofrendaba a los orishas de la ceiba (y que padre se comía a escondidas). Madre nada sabía de mi desesperado noviazgo, lo que no le impedía hablar de las voces una y otra vez, con cansancio o alegría o nostalgia, según el tiempo. Me acosan, exclamaba, no me dejan vivir. En tanto que, al margen de todo, dueño de su propio reino de certezas, padre, el positivista, atendía entierros, preparaba la capilla, plantaba flores, cortaba otras, podaba árboles, sembraba árboles, pintaba los troncos de las palmas, abría platabandas, enjalbegaba muros, ponía trampas a las ratas, quemaba el cúmulo de ratas muertas, las hojas secas, limpiaba los mármoles sin brillo y los hacía brillar, los mármoles que los pájaros cagaban una y otra vez, con esa indiferencia de los pájaros. También levantaba mausoleos y abría nichos nuevos, pero nada sabía de voces —mucho menos de voces tan remotas. Quizá se hacía el desentendido. Si se hubiera dado por enterado, se habría visto en la obligación de burlarse, y a veces prefería volver la cabeza, respirar con fuerza, cantar por lo bajo e ignorar. No era cualquier hombre padre, lo sabes. A ratos podía ser tan sutil que daban deseos de comprenderlo y hasta de acompañarlo en sus incursiones expertas por los panteones.



Vuelvo a las voces. Ni mi hermana ni yo las escuchábamos. Nunca. No escuchábamos las voces. Sí supimos que madre las oyera, te lo aseguro. En aquellas sombras que seguían a las comidas, cuando padre se tiraba en el suelo, sobre una manta poblana, acompañado por una pequeña lámpara en forma de cirio (la bombilla eléctrica lloraba cera falsa), y un libro de José Ingenieros, madre semejaba una actriz pasada de moda que se llevaba las manos a la cabeza y deambulaba por la casa, perdido el rumbo, cualquier rumbo, y se asomaba (dramáticamente) a las ventanas cuyas gasas sucias (como en las malas películas de autor) se agitaban por aquella brisa que no corría en ningún otro sitio de La Habana. Se desesperaba, madre se abatía, en medio de su acting. Más tarde, veíamos la lucecita errante, un poco más errante y más intensa que la de cocuyos y luciérnagas, por entre las sepulturas, por entre las ramas de los gomeros.



No eran fuegos fatuos (nunca nos fue concedido ese privilegio, los fuegos fatuos), sino uno de los muchos candiles del soportal. Madre con uno de los candiles del soportal. Madre y su sombra por entre urnas funerarias, bajo la mirada sin pupilas de las vírgenes, buscando palabras, epitafios, sombras, apariciones posibles que le hicieran entender, encontrar la clave de las voces, de los mensajes. Ignoro si ella misma había supuesto que las voces significaban mensajes, o si Chana tenía que ver con la suposición. Nunca lo sabríamos. Chana y madre debían de formar las dos caras de una misma mujer. Por eso, a la mañana siguiente, mi hermana y yo desandábamos una y otra vez esos caminos en busca de no sabíamos qué, porque al menos estábamos seguras de que los ecos no quedaban colgados de cruces y de árboles como ropas de sobrevivientes.



Hasta un día. Escúchame bien. Una mañana descubrimos las grietas. No, no, perdona, no descubrimos las grietas, descubrimos la relación misteriosa entre las grietas y las voces, que no es lo mismo. Mi hermana. Sí, ella, se detuvo en la tumba de Héctor Aquiles, agrietada, abombada, inundada de hierbas, hendida por el centro y se arrodilló. De primer momento no entendí el supuesto fervor de aquel acto, un segundo después creí que había descubierto mi secreto y se burlaba. No seas idiota, dijo irritada, me limito a escuchar. Y pegó el oído en la rajadura, y cuando se irguió, vi en sus ojos una sonrisa de inteligencia. Pues claro, hija, será necesario taparlo todo, por estos huecos un mundo se cuela en el otro. Se irguió presurosa Hay que buscar piedras. Aunque la mañana estaba oscura y del río llegaba un olor a légamo, no llovía. Trajimos las piedras del otro lado, desde aquel campo que mi padre dejaba en reserva, para cuando el cementerio necesitara crecer (los cementerios también crecen, no dejan de hacerlo, codiciosos, lo sabrás), y donde había palmas reales, y margaritas silvestres, y lomas de tierra roja cubiertas por matas de calabaza que por error las aves carroñeras picoteaban con insistencia. Recogimos las piedras en los sacos de cemento vacíos que se almacenaban en la caseta de los enseres. Volvimos con las piedras, a ocultas, y fuimos tapando los hoyos, uno por uno, en un esfuerzo largo, de tiempo, esmerado, minucioso. Al terminar, nos sorprendió el silencio monumental que se había apoderado del cementerio, de la casa, del mundo. Silencio que lo abarcaba todo, incluida nuestras voces de auxilio. Conversaciones mudas en la mesa de las comidas, en las tardes de los sillones del portal. Movimientos inútiles, callados, inútiles. Se dejaron de oír relojes, portazos, llantos, campanas, martillazos, aguaceros. No hubo pasos. La frialdad de la noche no volvió a quebrar las tejas hirvientes del techo luego de catorce horas de sol. Las ventanas se abrieron y cerraron. No hubo trinos: los tomeguines permanecieron inmóviles en las ramas. Ramas sin susurro, como se suele decir. Ramas sin tomeguines, sin brisa. Porque descubrimos la extraña relación entre las cosas. El silencio provocó la fijeza. La fijeza provocó la oscuridad. La oscuridad apagó olores y sabores. Significa decir, vivimos un día largo y oscuro y anodino y una noche larga y oscura y anodina. Atrapados en una cárcel. Padre andaba de un lado a otro, alguien a quien le había quitado la razón en una discusión importante. Era evidente, no entendía. Madre tampoco entendía. La veíamos perderse por la casa, un poco menos actriz, más verdaderamente abatida, sigilosa, mirándose furtiva a los espejos, tocándose el cuello con extrañeza, atándose al cuello los pañuelos de seda de sus tiempos de maestra. De la garganta desgarrada de la negra Chana no escaparon los cantos del Calabar. Las manos, fueron las manos las que parecieron preguntar ¿Qué es esto? No pude soportarlo, créeme, y sólo esperé dos noches. Si me conoces como dices, sabes que carezco de paciencia. La impaciencia es una de mis más inconvenientes virtudes. Dos noches. Corrí a la tumba de Héctor y comencé a apartar las piedras que cegaban las grietas. Madre siempre dijo que había escuchado un grito y que se vio una luz. No soy capaz de negarlo, tampoco de afirmarlo —no me culpes. En todo caso, sí puedo asegurarte que esa noche no regresé a la casa.



Desde esa noche, desde aquellas noches, creo en la relación secreta de las cosas, en el orden. Igual que en las novelas. Anduve horas y horas, hasta el cansancio. Así que puedes agradecer a una tumba, a las piedras en las grietas de la tumba de un muerto bellísimo, el que nos hayamos encontrado alguna vez.

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