(Del libro "VEINTIÚN CUENTOS CONCISOS", Editorial Silueta, Miami. Enero 2009):
…y alegremente dimos muerte a los dioses
J. L. Borges
El día 20 de enero del año 2030 los jefes de estado de los principales países del mundo se hallaban reunidos en una asamblea extraordinaria de la ONU. Habían sido convocados con urgencia debido a las guerras religiosas que se libraban en varias regiones del planeta, con un saldo de millones de muertes.
De pronto, en medio de los debates, se apareció el Todopoderoso y, después de un conmovedor discurso en el cual se declaró culpable de las imperfecciones y calamidades de su Creación, anunció el propósito de suicidarse.
De nada sirvieron los llantos y súplicas de los presentes. Es bien sabido que los ruegos de los hombres rara vez han cambiado los designios del Altísimo.
Consumado el magno hecho, que por sobrenatural ninguno de los testigos fue capaz de describir con precisión, un estado de vacío y desamparo se apoderó de los miembros del cónclave mundial, el cual quedó sumido en un silencio sobrecogedor. Minutos después, sobreponiéndose al pavor que había suscitado el insólito acontecimiento, la voz apenas audible del Secretario General dio por concluida la sesión.
Al día siguiente se nombró un comité con el fin de redactar los estatutos y enmiendas pertinentes a un mundo huérfano de Dios. Y de forma unánime se decretó lo que había ordenado el Suicida Máximo en su dramática alocución final: suprimir las cláusulas y referencias divinas en las constituciones, juramentos y actos oficiales de las naciones, así como cualquier invocación o alabanza al Desaparecido Creador.
Las contiendas religiosas terminaron de inmediato, pero el pánico y la enajenación que causó la Divina Ausencia provocaron sangrientos disturbios. Y como fuego que se propaga y acrecienta, una furia iconoclasta se extendió por todos los confines del orbe.
Turbas enardecidas invadieron los predios del Vaticano y lo saquearon. Cuando horas más tarde la policía logró poner coto al desafuero, el Papa yacía muerto en un charco de sangre junto a los cadáveres de sus guardias.
El expolio y la destrucción de iglesias, templos, monasterios, pagodas, mezquitas y sinagogas se convirtió en un pasatiempo generalizado.
En los países de más arraigada tradición católica se desató una ola de suicidios entre monjas, curas, beatas, calambucos, Hijas de María y Caballeros de Colón.
Y donde los fundamentalistas islámicos eran la facción predominante, las inmolaciones y matanzas diezmaron de tal modo la población que muchas de esas naciones dejaron de existir, al menos en la forma en que habían sido constituidas.
Después, como por arte de magia cesó la violencia. Y durante diez generaciones hubo paz en la Tierra. Una paz como no había conocido nunca la humanidad.
Pero un día comenzaron a difundirse rumores extraños. Alguien dijo haber visto unas zarzas incandescentes flotando en el mar. Y acudió una multitud y muchos dieron fe del prodigio. Perdido en el desierto, un beduino siguió la estela luminosa de una estrella que lo guió a su caravana. Y la tribu entera se postró y dio gracias por el milagro. Dos niños croatas dibujaron el rostro de un ser que se les apareció en el follaje de un olivo. Y varias personas opinaron que era el de una antigua deidad. En un país del Oriente a un ídolo de piedra le brotaron lágrimas de sangre.
Tantos fueron los hechos extraordinarios reportados, que se ordenó una investigación de lo acontecido aquel 20 de enero de 2030.
Como los testigos del suicidio divino habían muerto ya, fue muy difícil la verificación del suceso. Se revisaron los libros de actas y otros documentos, y después de interminables discusiones que duraron varios meses, el pleno de una sesión especial de la ONU declaró que el portentoso hecho no había sido más que un fraude colosal, un ardid de los miembros de la asamblea mundial de la época para lograr la paz en la Tierra.
Una vez firmados los protocolos de rigor, los hombres comenzaron a resucitar a sus dioses. Recién esculpidas imágenes fueron a ocupar los nichos que habían permanecido vacíos por décadas, y volvieron a sus atriles los antiguos libros sagrados que habían sido relegados a museos y bibliotecas. Y con ritos y liturgias de gran boato empezó una nueva era para el mundo.
Pocos años después, los jefes de estado de los principales países del mundo se hallaban reunidos en una asamblea extraordinaria de la ONU. Habían sido convocados con urgencia debido a las guerras religiosas que se libraban en varias regiones del planeta, con un saldo de millones de muertes.
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