Saturday, December 26, 2009

Las selvas de la noche, de Félix Lizárraga

And the forests will echo with laughter
Led Zeppelin, “Stairway to Heaven”

I
“La casa está sellada. ¿No ve el sello?”
Dijo una muchacha de voz suave, asomada a la otra puerta.
“¿Él ya no vive aquí?”
La muchacha lo escudriñó atentamente desde el castillo de su puerta entornada, el escrutinio se sentía aunque no se vieran sus ojos, pues su rostro era apenas conjeturable en la herrumbrosa claridad dada al rellano por una única bombilla carcelaria.
“Usted es Elio, ¿verdad?”
“Sí”
“Pase”
Dijo la muchacha, retrocediendo un paso.
“No, si yo sólo vine a dejarle esto, es una camisa que me prestó”
“Pase”
Repitió la muchacha, en idéntico tono, como quien no ha oído,
“Él dejó algo para usted”
La sala era larga y terminaba en un balcón pequeño, ahora cerrado, igual que la ventana; cortinas y porcelanas la suavizaban, prestándole algo de su fragilidad. No había espejos.
“Siéntese”
En la grabadora alguien susurraba algo en inglés con una voz ardorosa y grave, que la muchacha se apresuró a cortar.
“¿Ese no es Eliseo?”
“¿Quieres té? Ya está hecho”
Era una pregunta retórica, porque la muchacha ya estaba en la cocina. La bata de un azul desteñido y el pelo escobillado en un moño azaroso no alcanzaban a afearla, pero una curiosa mezcla de altivez y fatiga la hacían parecer tal vez más vieja. No demoró nada en servir el té, que trajo en tazas con sus platillos, humeante y ambarino.
“¿Te gusta dulce o con poca azúcar? ¿Así? ¿Dos cucharadas?”
La muchacha se echó cuatro, rebosantes.
“A mí me gusta bien dulce. Lástima no hay limón”
“No importa”
“Café no tengo, mi tía no ha traído. ¿Está bueno así?”
La muchacha sorbió despacio, cuidadosa. Sentada, la bata revelaba al ceñir sus caderas que no era tan delgada como había parecido. Las manos de ella, al servir el azúcar o apretar una tecla o sostener un platillo de loza, lo mismo que sus menudas observaciones sobre el azúcar o el limón, mostraban a la vez esa delicadeza minuciosa y un poco artificial que es encanto emblemático de la feminidad, y la ausencia de quien ejecuta mecánicamente un acto ceremonial.
“Vas a quemarte”
“Es que estoy apurado”
La muchacha lo miró, con los ojos vacíos de quien es interrumpido en mitad de un trabajo complicado e intenso. Puso su taza sobre la mesita, casi en el borde, y se alzó de su silla en un movimiento largo y grácil como una ola. Al regresar puso en sus manos un paquetico de forma indefinida, que parecía contener algo duro e irregular al tacto, envuelto en papel oscuro y atado con un cordel que sujetaba, además, un sobre. Volvió a su puesto pero no se sentó, dejó posarse las dos manos sobre el respaldo y lo miró desde allí.
“Él dejó eso para ti”
El sobre estaba cerrado; sólo traía su nombre, escrito a máquina.
“Se fue de viaje, ¿no?”
La muchacha negó con la cabeza.
“Murió”
Lo dijo con la misma ausencia delicada con que brindaba el azúcar.
“Pero...”
La muchacha se deslizó en su silla y volvió a coger su taza, con las dos manos, dejando el platillo en la mesa.
“Pero, ¿cómo ocurrió?”
“Hace nueve días. Se suicidó”
“Ah”
La muchacha volvió a sorber su taza y dijo sin mirarlo:
“Estás arrugando el sobre”
“¿Cuándo fue?”
“El otro domingo”
“¿El domingo? Pero si yo lo vi ese sábado... Tomamos juntos”
“La tarde del domingo, me dio esto. No lo vi más. El lunes, por la noche, yo entré con mi llave y lo encontré”
Sumarió la muchacha.
“Y tú lo viste el sábado, seguro”


II
Su mano viene al encuentro de su mano, borrosa en el cristal: empuja la puerta, y lo envuelve el aire enfriado, denso, sahumado de cigarros; las bruñidas maderas de la barra que acogen sus codos reflejan turbiamente la escasa luz rojiza.
“Dos sangrías, Pepe”
Oye decir al cantinero más delgado y menos calvo que se le acerca con su lazo negro. Pide un cubanito, y encuentra en el largo espejo que corre por sobre la hilera de botellas de alegres etiquetas su rostro y parte de su pecho en triángulo, recortados en la espesa penumbra como esas cabezas de césares romanos. Se toca el pelo húmedo, y es entonces que advierte de dónde viene la mirada que ha sentido sobre sí desde que entró: al otro extremo de la barra, desconocido, un muchacho de camisa de lienzo blanca. Piensa que será algún pájaro, y regresa a su busto en el espejo ahumado, mientras la voz de Barbra Streisand asegura algo con agudos celestiales, disolviéndose deliciosamente en el sabor picante, el oscuro espesor del tomate en la lengua, el calor del ron que desciende por su garganta y se propaga, despacio, como un pulpo que se despereza.
“¿Te gusta la sangría?”
Pregunta alguien a su izquierda: de cerca, la camisa no es de lienzo ni blanca, es de algún color claro, tal vez verde.
“No es sangría, es cubanito”
Responde secamente. El cantinero gordo de la cara de morsa viene hacia el de la camisa clara.
“No había podido saludarte, primo. ¿No trajiste a Solángel?”
“Hace días que no la veo”
“Pero si viven puerta con puerta”
“Así es la vida”
“Tú como siempre, primo. Quieres otra, ¿no?”
“Claro, Pepe. Yo vengo aquí nada más por las sangrías de Pepe... Tú vienes poco aquí”
Explica brevemente su prólogo: ella, la de esta noche, que no vino a la cita, o vino tarde, la lluvia aprisionándolo en los portales, el bar descubierto y aceptado como remanso. Una cajetilla golpetea con levedad su brazo.
“No fumo, gracias”
“Te diré lo que todos los fumadores: haces bien”
“Pero todos siguen fumando”
“Siempre”
Dice el otro, y sus dientes relampaguean en la penumbra, mientras exhala el humo,
“Es como los médicos, esos eternos demagogos que nos mandan hacer lo que no hacen. Pero todo hace daño”
“No, no todo”
“¿Qué no lo hace? ¿El cigarro, el chocolate, el sexo en soledad o compañía?”
“El deporte, por ejemplo”
“Lo defiendes porque evidentemente lo haces. Pero, ¿y las lesiones musculares? ¿Y la hipertrofia cardíaca? Es lo mismo que si me dijeras la cultura, leer por ejemplo. Mucha cultura, miopía segura. No te rías, es verdad”
“No seas tan pesimista”
“¿Por qué pesimista? Y si lo fuera, ¿por qué no? Es mucho peor el optimismo tonto, sonreidor, de tanta gente”
“Pensando así, no daría gusto vivir”
El otro ríe, relampagueante.
“¿Quién dice eso? Precisamente hablo así porque me gusta vivir. Pero no me dirás que el ron no hace daño, y tú lo tomas”
“Yo tomo a veces, con medida”
“Eso sólo significa que te envenenas con medida. Claro que los placeres no hacen tanto daño como los deberes. ¿De qué te ríes? Los placeres son al menos sinceros, nos previenen. Los deberes se nos presentan como la pura salud, su daño se hace en silencio y se advierte a la larga, cuando ya no hay penicilina que lo ataje”

III
La muchacha lo miraba.
“Yo estudié con él. En la escuela de arte”
“¿En el mismo año?”
“No, yo estaba un año más abajo. Además, no llegué a graduarme... Hacía mucho que no nos veíamos”

IV
“Pues por mi madre que no te conocí”
Vuelve a decir mientras el otro hace chasquear vanamente el interruptor.
“Mierda, es verdad, por la tarde me llevé los fusibles”
“Yo te los pongo. ¿Dónde los tienes?”
“En el baño ha de haber”
“¿Cómo en el baño?”
“El botiquín”
El fósforo hace aparecer un lavamanos con algo de jofaina. Brilla el espejo desazogado.
“No hay”
“¿Miraste bien?”
“Hombre. Mira tú mismo”
“Aquí hay uno. Mira, hay más”
“Esos están quemados”
“Tienes razón. ¿Y para qué los guardas?”
“No sé. Siempre guardo los fusibles quemados con los sanos”
“Por eso hay tantos... Y ni uno bueno”
“Deja. Voy a encender la vela grande que hay en la sala”
La vela chisporrotea y luego alumbra en calma, los espejos multiplican su luz crepuscular. Es una especie de torre irregular, de estalagmita hecha con la cera de muchas velas, de colores que se resumen en amarillo y rojo, con dos mechas, a la que sirve de candelabro un gran cráneo bovino, de astas truncas. La sala tiene tan pocos muebles que parece enorme.
“Voy a abrir el balcón, o la ventana”
Se recuesta en una especie de chaiselongue grande y curva y cómoda, de felpa estropeada, mientras se abre la camisa.
“Ve destapando la botella, o pon la grabadora. Por suerte, tiene pilas”
Mientras golpea la botella por el fondo para que salga el corcho, en la grabadora alguien susurra con una voz antigua y conmovida,
“Va mas allá del poema, consigue... la presencia misma del tigre... Tyger! Tyger!... Burning bright... In the forests of the night...”
El otro deja los vasos en el suelo y se apresura a hacerlo callar.
“¿Qué era eso?”
“Es Eliseo Diego, el poeta... Fue la única vez que hablé con él, y no pude resistir la tentación de grabarlo sin que lo notara. ¿Quieres oír Deep Purple?”
“Sí, claro”
El otro parece algo avergonzado, por primera vez. Irrumpe la voz ácida de Ian Gillan, galopando,
“Black night!... Black night!”
El otro se sienta con su vaso en el suelo, sobre algo que tal vez fue un cojín.
“He vendido demasiados muebles, como ya habrás notado”
“So bright!... Black night!”
“¿Tú vives solo?”
“Mi padre se fue hace años, mi madre vive con mi abuela, mi hermana se casó...”
“El viejo tuyo era pintor también, ¿no?”
“Y ceramista. Ahí está el horno, en aquel cuarto, el taller. Lástima no haya luz. Yo hago cosas en él, a veces. Aunque prefiero pintar. ¿Por qué no terminaste la escuela?”
“¿Y cómo sabes que no la terminé?”
“Creo que alguien me lo dijo”
“Fue el año después que te graduaste. Un fraude que cogieron. Nos botaron a tres: a Mauro, a Kindelán y a mí”
“Ese negro Kindelán era bruto... Pero, ¿cuál era Mauro?”
“¿No te acuerdas? El trigueñito, el que hacía pesas conmigo y con Blachito, Bladimir... Uno que andaba siempre detrás de Lucy, antes de que fuera jeva tuya”
“Ya”
“¿Y Lucy? ¿No seguiste con ella?”
“Eso fue una tragedia, cuando me mandaron para Oriente. Me escribía casi todos los días. Cuando volví estuvimos un tiempo, después nos separamos. Ella se casó, tiene una niña, está gorda... Lo mejor del caso es que la niña es mía. Aunque mejor no hablamos de eso”
“Yo no me acordaba de ti al principio. Me acordé cuando me hablaste de Lucy. A Lucy la enamoró toda la escuela, uno por uno, y nada. Mauro estaba loco por ella, el pobre. Y yo, en cierta forma, también. No es que fuera linda, las había mucho mejores, y era más bien flaquita. Pero tenía algo”
“Si la ves ahora, no la conoces”
“¿Está tan gorda?”
“Sí, eso también, pero no es sólo eso. Es el carácter, la mirada. Es otra... Yo la pinté hace poco, de memoria, tratando de recordar a la que era”
“¿Tienes el cuadro ahí?”
“Sí, en el taller”
“Déjame verlo”
“¿Sin luz?”
“Déjame verlo, anda”
Es Lucy, aun en el tembloroso crepúsculo de la vela: es Lucy, sus hombros delgados en el óvalo del cuadro, su manera de echar atrás la cabeza, sus largos párpados, esa mano que oculta o acaricia o señala el arranque del seno; incluso los azules con que ha sido pintada son de algún modo Lucy, misteriosa, secreta, pero inconfundiblemente.
“Déjame ver aquéllos”
“No, no, basta. A la luz de la vela, todos parecerán de La Tour”
Mira uno donde un cangrejo agoniza bajo una luna roja, pero apenas puede entreverlo porque el otro le echa una tela por encima.
“Ya habrá tiempo de verlos. Vamos”
El destello dorado de una cerámica entre otras atrae su atención. Es una figurilla de barro vidriado que representa a un adolescente, alargada en las piernas que trotan o danzan, ensanchada bruscamente en el torso, de brazos como en triunfo, minuciosa hasta en los cabellos que revuelve el aire, pero sin rostro, con sólo una ciega superficie brillante en vez de rostro.
“¿Por qué sin cara?”
“Es el Sol”
“Pero, ¿por qué sin cara?”
“Es el Sol”
Repite el otro, sonríe y se encoge de hombros, y parece recónditamente divertido, como casi todo el tiempo,
“Vamos, es pecado mirar al sol cuando es de noche”


V
“Y tu lo viste el sábado, me dices”
“Sí, tomamos juntos”
“¿Aquí, en su casa?”
“No, en la calle... Y después en la casa”
“¿Y no te dijo algo, alguna cosa, que trasluciera lo que iba a hacer?”
“Nada, no. Si no puedo creerlo”


VI
“Qué calor tengo ahora”
“Es el ron”
“Qué ron, ni ron, si no hemos tomado nada”
“Ya casi acabamos la botella”
“Pues abre la otra”
“Tú te quieres morir esta noche”
“Yo no me muero tan fácil”
Termina de quitarse la camisa sin alzarse del gran mueble afelpado.
“Compadre, y qué milagro que usted se acordó de mí”
“¿Por qué?”
“Hombre, no sé. Tú eras el jevo de Lucy, y tenías fama de filtro, de buen pintor, qué sé yo. Yo ni siquiera era especialmente barco, era un barco normal”
“¿Y las veces que jugamos voleibol, no te acuerdas? Siempre en contra, claro, los de tu año contra los de mi año”
“Coño, claro que me acuerdo. Tú eras siempre el mejor rematador”
“No jodas”
“Coño, verdad que sí. Lo que sudaba yo tratando de parar los remates tuyos”
“Tú ves, ya estás borracho”
“Borracho estás tú, mira que te vas a virar el vaso encima”
“Ssh, déjame oír un momentico. Esa canción...”
“Es Deep Purple, ¿no?”
“Crimson joy”
“Qué King Crimson, eso es Deep Purple, viejo”
“Si, coño, pero en la canción dicen algo como crimson joy».. Lástima yo sea tan duro de oído para el inglés... No, es crimson skies”
“Marmelade skies”
“Eh, tú sabes inglés”
“Lucy in the Sky with Diamonds!”
“Ssh”
“Lucy in the Sky with Diamonds!”
“Deja oír, anda”
“Lucy in the Sky with Diamonds!”

VII
“Y... ¿Cómo...?”
La muchacha no necesitó que le fuese concluida la indecisa pregunta. Dejó la taza en el platillo y se quedó mirándola, entrelazando lentamente los dedos, como si buscase su reflejo atrapado en el ámbar del té.
“En la bañadera... Vestido...”
“¿Vestido?”
“Sí... Tenía puesta una camisa negra, que no le conocía”


VIII
“Sweet child in time...”
La vela dura aún, entre los cuernos truncados, cristalina y goteante como una estalagmita, roja y dorada, dorada y rutilante como la estatuilla sin rostro, ardiendo en doble llama. La esperma ha comenzado a rellenar las grandes cuencas huecas.
“You better close your eyes...”
Ha cerrado los ojos, pero no duerme. La voz de Ian Gillan comienza su imploración in crescendo, como la interminable mecha ardiendo, empapada de ron, de una bomba a la que estuviéramos atados. No abre los ojos, ni aún cuando siente que la mecha está ardiendo en su ombligo. El erizo helado de la sorpresa no es el de la sorpresa, es la doble sorpresa de no ser sorprendido. Su cuerpo está allí pero no está, no es su ombligo ése sobre el que ha descendido la llama de una lengua. El treno de Ian Gillan tiembla, se empavora, es Ian Gillan quien recibe esa húmeda quemadura, es Ian Gillan quien muerde despacio en esa carne. Nada se mueve, nada existe en la noche sino la voz de Gillan.
“Oh Lord, I beg Your help...”
Va ascendiendo, apremiando, chisporrotea, va machacando las palabras hasta vaciarlas como cráneos cascados, las va largando a trozos como una cáscara. La voz de Ian Gillan se va alzando desnuda, se yergue un puro grito, dorado, llameante, cristalino.


IX
“¿Te sientes mal?”
Preguntó la muchacha.
“Léela más tarde, en tu casa, no tienes por qué leerla aquí”
Tembló casi la voz de la muchacha, los ojos muy abiertos, iniciando un movimiento como para impedir que el sobre fuese rasgado, pero ya era tarde. El papel, fino y muy bien plegado, estaba escrito a máquina.


X
Espero que al recibo de esta carta estés bien. Yo... Bueno, no estaré. Que un muerto escriba cartas, no es usual; imagino que recibirlas será incómodo. De cualquier modo, creo deberte ésta. Quiero que estés seguro de que no tienes nada que ver en esta muerte, pese a lo que parezca.
Los designios del Eros son inescrutables, e ignoro por qué, hará de eso tres años, precisamente tú o tu cuerpo (¿te buscaba yo a ti en tu cuerpo, buscaba yo tu cuerpo en ti?) tu cuerpo entre los otros o tú entre los demás se me enterraron como un escalofrío. Ahora, desde la muerte, eso me es más oscuro todavía. Lo peor de todo era que no se trataba ni siquiera de ti; tu inocencia, tu indiferencia o tu inconsciencia no eran lo terrible, sino el hecho de que lo que yo buscaba no era tu cuerpo o tú, sino algo que parecía haberse escapado de mí y haberse ocultado en tu ajenidad; mi propia ajenidad, por decirlo de alguna forma, me acechaba, agazapada en ti, desde el contorno de tu pecho o tus manos, tu manera de volver la cabeza o parar un remate. Es por eso que preferí entonces no acercarme, tal vez; lo cierto es que no lo hice...
Pero te agobio con esta carta que no entenderás, que apenas te concierne, que sólo te dirijo en apariencia; hasta después de muerto sólo consigo alargar esta mano hacia mí mismo, Sócrates encontrando a Sócrates en el umbral y Judas al cabo de sus pasos hallando sólo a Judas. En fin, ¿cómo probarte mejor que no has tenido parte en esta muerte, que es solamente mía?
En cierto modo, te he engañado. Creíste entregar algo tuyo, y devolvías en realidad lo que, ignorándolo, me habías arrebatado; lo que sin tú saberlo había yo, sin querer, depositado en ti. Creíste hacer un regalo, cuando pagabas una deuda. Pero (como Adriano diría) “ninguna caricia llega hasta el alma”.

Soy el más misterioso de los dioses.
Soy la Luna y el Nilo; y en la sombra
De cada noche el Sol que luce y nombra
Desciende a mi mansión, que no conoces.
Como el caballo ante el oscuro toro,
Primero nos miramos; lentamente
Vase uniendo la frente con la frente
Y somos uno en la tiniebla de oro.
Al fundirse lo alto en lo profundo,
Cima es la sima, soma es soma, y somos
El alma unida que gobierna al mundo.
Thoth el Escriba anota cada pura
Orden que lanza el monstruo de dos lomos.
Y arde el ojo del tigre en la espesura.

Sea como sea, la deuda está saldada. Perdóname el haberte inmiscuido.
Quema esta carta.
Osiris

XI
En los cuartos, adonde tras una vaga disculpa la muchacha había entrado, no se escuchaba nada tras la cortina azul. Los dos paquetes, el suyo y el del otro, no pesaban, y con ellos bajo los escalones, donde la oscuridad trajo a su memoria el vago despertar, la vela apenas un rescoldo, la cera derretida mirándolo desde las cuencas del cráneo con unos ojos extraños, bulbosos, facetados, el sobresalto de encontrarse desnudo junto a ese otro cuerpo durmiente, el recuerdo alarmado e impreciso de lo ocurrido, la fuga silenciosa hacia un amanecer de ceniza revelándole que se había puesto la clara camisa del otro,


XII
En esos mismos escalones oscuros que ahora sube, advirtiendo, con un terror secreto, el desroscarse de su carne en la sombra, mientras llama a la puerta.

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