Wednesday, February 3, 2010

"Desafío" de Ketty Margarita Blanco


Ketty Margarita Blanco nacío el 7 de diciembre de 1984, en la ciudad de Camagüey. Poetisa y narradora. Miembro de la AHS. Egresada del Curso Nacional de Técnicas Narrativas “Onelio Jorge Cardoso” (La Habana, 2005). Ha obtenido premios y reconocimientos en diversos concursos literarios, entre ellos: primera mención en cuento en el concurso nacional de literatura “Mangle Rojo” (Isla de la Juventud 2009); finalista en el Certamen Internacional de Cuentos Cortos “Art Nalón Letras” (España, 2006). Sus textos han aparecido en Jornada laboral y otros minicuentos (Centro Onelio, La Habana, 2005) y la revista El Caimán Barbudo ((septiembre-octubre/ 2006).

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Pablo abrió los ojos con una sonrisa que pronto desapareció. Otra vez había estado soñando. Se puso de pie; la trusa con los elásticos viejos resbaló, dejando al descubierto sus nalgas blancas. Con desgano la subió y se rascó la cabeza. Frente a las ollas encontró un poco de arroz frito con principios de descomposición. Se dirigió hasta su pantalón colgado al lado de la cama y sacudió los bolsillos: seis pesos.

Las ganas de fumar lo mataban, un trago le ayudaría a comenzar el día, las tripas rugieron en su estómago. De salida compró un par de cigarros en el bar de la esquina; consiguió dos panes con croqueta y aún pudo rogarle un trago al tipo del bar.
El optimismo lo embargaba: esta vez no había tenido que hacer de Cucarachita Martina. Escogió un banco donde sentarse. Los negocios andaban mal, y con aquella facha los turistas no se le acercarían.

Miró al final de la calle. Hacia el mar.
Caminó hasta el malecón y se recostó en el muro.
Mirando el horizonte, esperando una señal.
Masa de agua, con su viejo desafío.
Dos veces había intentado cruzarla en balsas endebles: los guardacostas lo capturaron la primera vez a pocas millas de la isla; en el siguiente intento, se entendió con un patrullero norteamericano (el mismo que lo devolvió).
Cerca de la costa, aquel juego de luces, bordes de lo que llamaba paraíso.
En la isla no le quedaba nadie; vivió con más de una mujer, no tuvo hijos.
Federico, su mejor amigo, había emigrado hacía cuatro años. Sus cartas, y algún dinero enviado, conseguían sacarlo de apuros al principio. Pero Federico chocó su auto en una autopista. Desde entonces, cada mensaje recibido era un golpe sobre Pablo, la huida se dibujaba cada vez más remota.

Las ganas de fumar regresaron, volteó la cabeza, abordó a un extranjero que pasaba. “Could you give me a cigarette?” “Sure... Do you speak English?” “Yes, sir… Can I help you?”
El extranjero preguntó sobre la ciudad, Pablo se mostró solícito y sugirió incluso lugares para frecuentar. El turista le regaló, al despedirse, la caja de cigarros y diez dólares. Pablo almorzó en una cafetería; podría haber comido hasta saciarse, pero era un hombre práctico y no se dejaba llevar por la abundancia pasajera.
Una muchacha se detuvo a su lado para comprar un refresco. Él, a punto del piropo, bajó los ojos y se contempló. Con los labios mordidos, se dijo que no resultaría.
Deambuló toda la tarde.
En la noche regresó sus pasos hasta el Muro de los Suspiros: gustaba de llamarle así. Con el mar, siempre en sorda lamentación.
Se tendió a contemplar las estrellas, recordó la muchacha de esa tarde, moldeó sus formas. Cuando la vio nítida, la atrajo hacia sí, se masturbó hasta el orgasmo y, entre el aire cargado de paz y el ruido de las olas, se quedó dormido.
Al amanecer, despertó sobre el muro del malecón con una sonrisa en los labios.
Presta a desvanecerse.

Monday, January 25, 2010

"No sin ver la nieve" de Mabel Cuesta

Mabel Cuesta (Cuba, 1976). Licenciada en Letras por la Universidad de La Habana, Cuba, en 1999. Ha publicado los cuadernos de narraciones breves Confesiones on line (2003) y Cuaderno de la fiancée (2005). En la actualidad es estudiante de doctorado en el programa Hispanic and Luso-Brazilian languages and literatures de City University of New York. Enseña en Baruch y Barnard College.

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Ya no moriré sin ver la nieve; no cantaré más a Marta Valdés con la certeza de que ha escrito esa canción sólo para mí. Tampoco moriré mirando tu rostro mientras llueve. Tú y yo sabemos que hay palacios y castillos por descubrir. Pero la nieve no, la nieve de Casal no. París, New York, la nieve… y es la lluvia quien avisa, quien alerta… la lluvia dice, podré ser todas tus formas, la hoja precisa que se adelanta a la primavera, la nostalgia del poeta que no llegó a China, ni a Japón, que no llegó a ninguna latitud de Oriente que no fuera La Habana o Madrid, pueblos con intención.

La nieve está aquí, en la acera inmediata, la acera que me guarda del welfare, medicare, bonos de comida, fastfood, moneyorder al empleado de la ley. La acera llena de nieve que no está en el comedor de la calle Mujica (un alcalde sin importancia real) cuando soy nuevamente tan joven que doy pena y canto con los ojos cerrados: voy a morir sin ver la nieve; pero te miro cuando llueve y tú estás en algún lugar que no imagino aún; degustando algo que sería la delicia de mi labio y yo insisto en la emoción.

Yo podría haberte dicho desde aquel instante: vi la nieve en Guadarrama; pero no estabas en el mundo. Todo es igual, el amor tiene estas similitudes de acción, de vocabulario. Nada hubiera sido como si yo nunca hubiera regresado de Madrid. La historia hubiera cambiado tantas veces, tantos giros. No habría este dolor, esta angustia del copo posado en mi mejilla.

Ahora el tiempo es otro. La nieve está en la acera guardándome de sí. De no hacerle este regalo a Casal, quien nada pide. La nieve me recuerda el privilegio de sabernos eternas mientras cruzo los puentes de Nueva York iluminada por la mano tuya. Por ti, que sabes tanto del invierno que adormeces tu abrigo junto al mío, que no vigilas mi paso porque vienes de lejos, sin preguntas para el agua. Porque celosamente me cuidas de no entorpecer la mirada, de no hacer ruido en la noche. Y te desvelas para no agitar el paso, no cortar el sueño, no desaparecer de golpe.

Quiero leer nuevamente a Calvert Casey, digo de súbito. Mudarme de piel solo para leerlo. Leer a Casey como si fuera Casal. Entender la añoranza de los dos, larga enfermedad. Entender el drama de cada uno sin parecer que me expongo demasiado. Todo lo que perdí puede que sea ese minuto en que ya no voy a morir sin ver el copo blanco cubriéndome el sombrero. Llevar sombrero se antoja en mí un fastidio. La nieve tiene esos precios insospechados. Esas extrañas maneras de cobrar su aparición.

Soy el joven Gianni, atormentado en el verano del pueblo, cuando mi familia no me deja viajar a Roma, seguirte amante hasta el fin de los días… soy el viejo Casey buscando la pensión más barata en Barcelona; viajando a Ibiza para esconderme de algo que no tiene nombre.

He dado un golpe. He dejado a quienes me amaron. Lo hago por Casal y por Casey, me digo. Necesito seguir tu huella en las terminales de ómnibus de la ciudad. Llegar lo antes posible al oeste, atravesar el río allí donde se vuelve tierra y perder mi rastro en las aceras.

Tú dices que la tierra sabe que estoy aquí, que soy un rayo de luz desde la altura; yo te creo con esta ternura que me embriaga cuando estamos en la orilla del río, llamado supuestamente Hudson; donde pedimos a Oshún que espante los demonios de tu vientre, donde nos ofrendamos con las manos y las cabezas mojadas de agua pestilente. La misma ofrenda que hago sobre el puente de hierro durante los días en que pedí nos dejaran realizar ese delirio del amor en su nuevo cuerpo, nueva ciudad con luces o sin ellas.

Soy el joven Gianni mientras siento pena de mí, que no llego a tu altura, que me oscurezco, sombra pura a la que me adicto. Soy la pasión de Mc Cullers, otra vez, cuando te descubro y digo que voy a amarte para siempre y muero en medio de esa agua que bien puede hacerse cristal en cualquier momento.

Todo en mí es una referencia. Todo lo que amas sin una razón exacta es esta palabra con que suelo atormentarte, el ir y venir de mi conciencia, el miedo a la soledad en que podrás dejarme en cualquier hora. O yo a ti, nunca se sabe. Nada sabemos de nosotras mismas. Nada que no sea la contemplación del árbol que nos mira. El que nos sobrevivirá. La casa de madera que recoge el código de estas luces que insistentemente ves desde el espacio o el espejo. Estas luces que tienen el rostro de una dama versallesca y de una pobre pastorcilla que no recuerda el siglo en que ha vivido, mientras la acera queda olvidada en medio del blanco congelado que la cubre.

Ya no moriré sin ver la nieve, tantas veces la he visto que no me creería mi joven vecino, la calle Mujica… él sueña ropa diseñada por Versacce, sueña un automóvil y pasear a su novia de turno. Quisiera hacer fotos para él y aliviarlo. Quisiera contarle a Casal y ver su rostro delirando mientras pregunta por la textura exacta en la cuajada. Unirme a Casey en un viaje al interior de tu cuerpo y sanar cualquier desgarradura. Aliviarme, aliviándolos.

Nada sería como cambiar la historia, regresar a mi primera forma de ser sobre la tierra y no tener que buscarla en el espejo acompañada de una vela y tu voz que sigue al ejercicio. Regresar allí y tener el poder de cambiar la génesis. Conceder los viajes necesarios a los muertos. No sentir esta amarga piedad por mí que ya no moriré en el deseo de un blanco que me cubra; extenderme en medio de tu abrazo cada noche, tu insistente voluntad de convertirte en alimento o pura estela de luz que salta espacios y promete viajes insondables. Saber al fin que todos los palacios están ahí, en el iris de tu ojo y besarlo y dormir arrastrada por la lluvia de la isla que eres, espantada de ese miedo inservible, de la eterna amenaza de una muerte que ya fue tantas veces que es la exacta cantidad de lo que no sabemos; la exacta cantidad de aquello que no supimos olvidar.