Wednesday, February 3, 2010

"Desafío" de Ketty Margarita Blanco


Ketty Margarita Blanco nacío el 7 de diciembre de 1984, en la ciudad de Camagüey. Poetisa y narradora. Miembro de la AHS. Egresada del Curso Nacional de Técnicas Narrativas “Onelio Jorge Cardoso” (La Habana, 2005). Ha obtenido premios y reconocimientos en diversos concursos literarios, entre ellos: primera mención en cuento en el concurso nacional de literatura “Mangle Rojo” (Isla de la Juventud 2009); finalista en el Certamen Internacional de Cuentos Cortos “Art Nalón Letras” (España, 2006). Sus textos han aparecido en Jornada laboral y otros minicuentos (Centro Onelio, La Habana, 2005) y la revista El Caimán Barbudo ((septiembre-octubre/ 2006).

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Pablo abrió los ojos con una sonrisa que pronto desapareció. Otra vez había estado soñando. Se puso de pie; la trusa con los elásticos viejos resbaló, dejando al descubierto sus nalgas blancas. Con desgano la subió y se rascó la cabeza. Frente a las ollas encontró un poco de arroz frito con principios de descomposición. Se dirigió hasta su pantalón colgado al lado de la cama y sacudió los bolsillos: seis pesos.

Las ganas de fumar lo mataban, un trago le ayudaría a comenzar el día, las tripas rugieron en su estómago. De salida compró un par de cigarros en el bar de la esquina; consiguió dos panes con croqueta y aún pudo rogarle un trago al tipo del bar.
El optimismo lo embargaba: esta vez no había tenido que hacer de Cucarachita Martina. Escogió un banco donde sentarse. Los negocios andaban mal, y con aquella facha los turistas no se le acercarían.

Miró al final de la calle. Hacia el mar.
Caminó hasta el malecón y se recostó en el muro.
Mirando el horizonte, esperando una señal.
Masa de agua, con su viejo desafío.
Dos veces había intentado cruzarla en balsas endebles: los guardacostas lo capturaron la primera vez a pocas millas de la isla; en el siguiente intento, se entendió con un patrullero norteamericano (el mismo que lo devolvió).
Cerca de la costa, aquel juego de luces, bordes de lo que llamaba paraíso.
En la isla no le quedaba nadie; vivió con más de una mujer, no tuvo hijos.
Federico, su mejor amigo, había emigrado hacía cuatro años. Sus cartas, y algún dinero enviado, conseguían sacarlo de apuros al principio. Pero Federico chocó su auto en una autopista. Desde entonces, cada mensaje recibido era un golpe sobre Pablo, la huida se dibujaba cada vez más remota.

Las ganas de fumar regresaron, volteó la cabeza, abordó a un extranjero que pasaba. “Could you give me a cigarette?” “Sure... Do you speak English?” “Yes, sir… Can I help you?”
El extranjero preguntó sobre la ciudad, Pablo se mostró solícito y sugirió incluso lugares para frecuentar. El turista le regaló, al despedirse, la caja de cigarros y diez dólares. Pablo almorzó en una cafetería; podría haber comido hasta saciarse, pero era un hombre práctico y no se dejaba llevar por la abundancia pasajera.
Una muchacha se detuvo a su lado para comprar un refresco. Él, a punto del piropo, bajó los ojos y se contempló. Con los labios mordidos, se dijo que no resultaría.
Deambuló toda la tarde.
En la noche regresó sus pasos hasta el Muro de los Suspiros: gustaba de llamarle así. Con el mar, siempre en sorda lamentación.
Se tendió a contemplar las estrellas, recordó la muchacha de esa tarde, moldeó sus formas. Cuando la vio nítida, la atrajo hacia sí, se masturbó hasta el orgasmo y, entre el aire cargado de paz y el ruido de las olas, se quedó dormido.
Al amanecer, despertó sobre el muro del malecón con una sonrisa en los labios.
Presta a desvanecerse.

Monday, January 25, 2010

"No sin ver la nieve" de Mabel Cuesta

Mabel Cuesta (Cuba, 1976). Licenciada en Letras por la Universidad de La Habana, Cuba, en 1999. Ha publicado los cuadernos de narraciones breves Confesiones on line (2003) y Cuaderno de la fiancée (2005). En la actualidad es estudiante de doctorado en el programa Hispanic and Luso-Brazilian languages and literatures de City University of New York. Enseña en Baruch y Barnard College.

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Ya no moriré sin ver la nieve; no cantaré más a Marta Valdés con la certeza de que ha escrito esa canción sólo para mí. Tampoco moriré mirando tu rostro mientras llueve. Tú y yo sabemos que hay palacios y castillos por descubrir. Pero la nieve no, la nieve de Casal no. París, New York, la nieve… y es la lluvia quien avisa, quien alerta… la lluvia dice, podré ser todas tus formas, la hoja precisa que se adelanta a la primavera, la nostalgia del poeta que no llegó a China, ni a Japón, que no llegó a ninguna latitud de Oriente que no fuera La Habana o Madrid, pueblos con intención.

La nieve está aquí, en la acera inmediata, la acera que me guarda del welfare, medicare, bonos de comida, fastfood, moneyorder al empleado de la ley. La acera llena de nieve que no está en el comedor de la calle Mujica (un alcalde sin importancia real) cuando soy nuevamente tan joven que doy pena y canto con los ojos cerrados: voy a morir sin ver la nieve; pero te miro cuando llueve y tú estás en algún lugar que no imagino aún; degustando algo que sería la delicia de mi labio y yo insisto en la emoción.

Yo podría haberte dicho desde aquel instante: vi la nieve en Guadarrama; pero no estabas en el mundo. Todo es igual, el amor tiene estas similitudes de acción, de vocabulario. Nada hubiera sido como si yo nunca hubiera regresado de Madrid. La historia hubiera cambiado tantas veces, tantos giros. No habría este dolor, esta angustia del copo posado en mi mejilla.

Ahora el tiempo es otro. La nieve está en la acera guardándome de sí. De no hacerle este regalo a Casal, quien nada pide. La nieve me recuerda el privilegio de sabernos eternas mientras cruzo los puentes de Nueva York iluminada por la mano tuya. Por ti, que sabes tanto del invierno que adormeces tu abrigo junto al mío, que no vigilas mi paso porque vienes de lejos, sin preguntas para el agua. Porque celosamente me cuidas de no entorpecer la mirada, de no hacer ruido en la noche. Y te desvelas para no agitar el paso, no cortar el sueño, no desaparecer de golpe.

Quiero leer nuevamente a Calvert Casey, digo de súbito. Mudarme de piel solo para leerlo. Leer a Casey como si fuera Casal. Entender la añoranza de los dos, larga enfermedad. Entender el drama de cada uno sin parecer que me expongo demasiado. Todo lo que perdí puede que sea ese minuto en que ya no voy a morir sin ver el copo blanco cubriéndome el sombrero. Llevar sombrero se antoja en mí un fastidio. La nieve tiene esos precios insospechados. Esas extrañas maneras de cobrar su aparición.

Soy el joven Gianni, atormentado en el verano del pueblo, cuando mi familia no me deja viajar a Roma, seguirte amante hasta el fin de los días… soy el viejo Casey buscando la pensión más barata en Barcelona; viajando a Ibiza para esconderme de algo que no tiene nombre.

He dado un golpe. He dejado a quienes me amaron. Lo hago por Casal y por Casey, me digo. Necesito seguir tu huella en las terminales de ómnibus de la ciudad. Llegar lo antes posible al oeste, atravesar el río allí donde se vuelve tierra y perder mi rastro en las aceras.

Tú dices que la tierra sabe que estoy aquí, que soy un rayo de luz desde la altura; yo te creo con esta ternura que me embriaga cuando estamos en la orilla del río, llamado supuestamente Hudson; donde pedimos a Oshún que espante los demonios de tu vientre, donde nos ofrendamos con las manos y las cabezas mojadas de agua pestilente. La misma ofrenda que hago sobre el puente de hierro durante los días en que pedí nos dejaran realizar ese delirio del amor en su nuevo cuerpo, nueva ciudad con luces o sin ellas.

Soy el joven Gianni mientras siento pena de mí, que no llego a tu altura, que me oscurezco, sombra pura a la que me adicto. Soy la pasión de Mc Cullers, otra vez, cuando te descubro y digo que voy a amarte para siempre y muero en medio de esa agua que bien puede hacerse cristal en cualquier momento.

Todo en mí es una referencia. Todo lo que amas sin una razón exacta es esta palabra con que suelo atormentarte, el ir y venir de mi conciencia, el miedo a la soledad en que podrás dejarme en cualquier hora. O yo a ti, nunca se sabe. Nada sabemos de nosotras mismas. Nada que no sea la contemplación del árbol que nos mira. El que nos sobrevivirá. La casa de madera que recoge el código de estas luces que insistentemente ves desde el espacio o el espejo. Estas luces que tienen el rostro de una dama versallesca y de una pobre pastorcilla que no recuerda el siglo en que ha vivido, mientras la acera queda olvidada en medio del blanco congelado que la cubre.

Ya no moriré sin ver la nieve, tantas veces la he visto que no me creería mi joven vecino, la calle Mujica… él sueña ropa diseñada por Versacce, sueña un automóvil y pasear a su novia de turno. Quisiera hacer fotos para él y aliviarlo. Quisiera contarle a Casal y ver su rostro delirando mientras pregunta por la textura exacta en la cuajada. Unirme a Casey en un viaje al interior de tu cuerpo y sanar cualquier desgarradura. Aliviarme, aliviándolos.

Nada sería como cambiar la historia, regresar a mi primera forma de ser sobre la tierra y no tener que buscarla en el espejo acompañada de una vela y tu voz que sigue al ejercicio. Regresar allí y tener el poder de cambiar la génesis. Conceder los viajes necesarios a los muertos. No sentir esta amarga piedad por mí que ya no moriré en el deseo de un blanco que me cubra; extenderme en medio de tu abrazo cada noche, tu insistente voluntad de convertirte en alimento o pura estela de luz que salta espacios y promete viajes insondables. Saber al fin que todos los palacios están ahí, en el iris de tu ojo y besarlo y dormir arrastrada por la lluvia de la isla que eres, espantada de ese miedo inservible, de la eterna amenaza de una muerte que ya fue tantas veces que es la exacta cantidad de lo que no sabemos; la exacta cantidad de aquello que no supimos olvidar.


Saturday, December 26, 2009

Camarón encantado en China Town, de Jorge Carpio

“Tengo gran fe en los locos. Mis amigos le llamarían confianza en mí mismo”
Edgar Allan Poe

Era la hora del almuerzo y Li le dijo a Boni que iba al Tong Po Laug a comprar algo de comer. Se levantó de la silla y lo dejó solo con los libros y los discos. Si viene alguien preguntando por mí, dile que regreso enseguida, le recordó ella mientras se alejaba.
Boni asintió con la cabeza. Había llegado temprano a la librería y tenía hambre; también le hubiera gustado comprar comida en un restaurante pero no tenía dinero; era temporada baja y lo que ganaba apenas le alcanzaba para sobrevivir. Y para colmo, la policía había instalado cámaras en las puntas del boulevard del Barrio Chino, y jineteras y turistas habían emigrado a otros lugares más seguros…
Al rato, Boni vio salir a Li del Tong Po Laug con un plato humeante en la mano: había comprado una paella. En la medida que la joven se acercaba, sintió el olor de la comida y la boca se le llenó de saliva; esperaba que le brindara. Boni detalló en el color amarillo de los granos, y el verde chamuscado de los vegetales. Identificó los frijolitos chinos; le gustaban los frijolitos chinos. Descubrió un camarón encumbrado en medio de la montaña de arroz; era un camarón solitario, ovillado, que le daba un aire apetente y majestuoso al plato. De buena gana, Boni hubiera metido la mano y engullido el camarón. Pero no hizo nada; se quedó en silencio, sufriendo con los efluvios de la comida y tragándose su propia saliva.
-Mira –dijo Li, y señaló con el tenedor al camarón solitario-. ¡Qué bonito! -Agregó ella.
-Sí –respondió Boni.
-Lo voy a dejar para último –dijo Li. –O mejor no; lo voy a dejar en el plato. A ver si es un camarón encantado y nos trae algo bueno ¿Qué tú crees?
-De acuerdo –dijo él y miró con envidia al camarón solitario.
Boni dejó de pensar en la comida y miró para la entrada del boulevard. La gente caminaba hurgando con la vista en los restaurantes; los porteros le mostraban las cartas y pregonaban las ofertas. Frente a la librería uno hacía un pregón que a él particularmente le desagradaba: suplicaba que el Tong Po Laug era la Bodeguita del Medio del Barrio Chino y que ahí la cerveza costaba más barata. Aquí el turista puede hacer lo que desee, concluía el hombre.

Ahora Li comía más despacio; había devorado una buena parte de la montaña de arroz con vegetales. Y aunque Boni se entretenía mirando la gente que entraba al boulevard, de vez en cuando se fijaba en la paella. El camarón seguía intacto pero siempre en otra posición; por su cuenta, le había dado unas cuatro vueltas al pozuelo. Una de las veces que miró, Li lo sorprendió; ella también estaba preocupada, sabía que él tenía hambre; era posible que hubiera salido de su casa sin haber probado bocado alguno.
-No te preocupes, Boni, te voy a dejar algo; yo no puedo con todo esto. Pero no te comas el camarón, sabes. Creo que es un camarón encantado y nosotros necesitamos suerte –dijo Li.
Boni estuvo de acuerdo. Se alegró de que lo tuviera en cuenta. Con la noticia, las tripas le empezaron a hacer un ruido aparatoso; pero lo peor era que no podía comerse el camarón. No importa, se dijo; algo es algo; y dejó de preocuparse por la comida.
-Toma –dijo Li y le extendió el plato.
Boni comió con apetito. Cuando terminó, tuvo intenciones de tragarse el camarón; pero en ese instante se percató de que había cambiado de color. Recordó que al principio tenía una tonalidad rosada, salpicada de blanco, y ahora había alcanzado un rojo intenso como escarlata.
-Mira –le dijo sorprendido, y apuntó al camarón igual que había hecho ella.
-¿Qué? –respondió Li.
-Mira como ha cambiado de color –dijo él.
-¿El qué? –dijo Li.
-El camarón –dijo Boni.
-No le veo nada extraño; está igual –aseguró ella y viró la cara.
Boni no insistió. Pero en la medida que miraba al camarón, su nuevo color se hacía más intenso y hasta notó que se había movido. ¿Qué le estaba pasando? ¿Se le estaría inclinando el tejado, como le gustaba decir a su amiga Svetlana la rusa? Luego Boni pensó que no le contaría a nadie lo sucedido; jamás lo entenderían; la gente ordinaria podría imaginar que era una alucinación. Pero él estaba convencido de que sentía algo diferente, era como si flotara o lo invitaran a viajar a otros lugares. Entonces Boni miró a Li y se sorprendió aún más: podía ver las cosas que su compañera estaba pensando. ¿Qué es esto? La única respuesta que encontró fue que el camarón lo había conducido al cerebro de la joven. Todo podía suceder con el encanto de un camarón, pensó finalmente.
-¿Te pasa algo? –dijo Li.
Boni dejó de mirarla; se sentía mezquino al saber que podía conocer su pensamiento.
-No –respondió y se fijó en el portero del Tong Po Laug.
Tampoco quería saber qué pensaba aquel individuo vestido de amarillo y con un sombrero cónico, pero se horrorizó al ver la poca capacidad que tenía: en su cerebro fluían sólo un par de ideas. Y lo más alarmante era que tardaban demasiado tiempo en reaccionar. Boni encontró que tenía el cerebro verde como si estuviera podrido. Y él había aprendido en la escuela que la materia cerebral se componía de gris y blanca. ¿Cómo era posible que la tuviera de otro color? De pronto, en la mente del portero afloraron billetes; era como si se mostraran ante un proyector. Boni dirigió la vista hacia donde estaba mirando. Reparó que se fijaba en los transeúntes que entraban al boulevard. ¿Qué bárbaro?, pensó y llegó a la conclusión de que asociaba a la gente con alguna moneda. Supuso que su capacidad no sobrepasaba la de un chimpancé y sintió un poco de lástima por él. Pero a Boni le hubiera gustado que lo mirara, le encantaría saber qué tipo de dinero le correspondía. Seguro me ve estampado en pesos cubanos y para más detalles en billetes de a uno, pensó; y le resultó graciosa y a la vez patética aquella ocurrencia.

Hacía rato que había terminado con la paella. ¿Qué hago todavía con esto?, se dijo Boni al ver el pozuelo. Miró hacia el piso; buscó donde colocarlo. Se decidió por un rincón, al pie de la vitrina de los relojes, ahí estaría resguardado del paso de las personas; también era difícil que algún animal, con más seguridad los gatos, se acercara al camarón. Después inclinó la cabeza sobre la mesa donde exhibían los discos; se sentía amodorrado. Más tarde percibió que un hilillo de baba le colgaba de la boca y le caía en el regazo. Se quitó los espejuelos y se pasó la mano por la cara. Creyó haber dormido unos quince o veinte minutos; ya eran casi las dos. Ahora la gente salía de los restaurantes y se detenía en la librería. Boni había comprobado que en ese horario los turistas compraban libros del Ché y la Revolución; y los cubanos, horóscopos y folletos de santería. Casi siempre, hacía buenas ventas.
Más consciente del instante, Boni se fijó en Li y la vio atareada vendiendo discos. La joven despachaba y a la vez no le quitaba la vista de las manos a los clientes. Habían sido rodeados por un tumulto de personas. Los nuevos ricos, el hombre nuevo que sale a caminar La Habana las tardes de domingo, le gustaba pensar a él. Boni se irritó con la bulla que hacían; tomaban los CD; preguntaban a gritos los precios y discutían cuál era mejor. Entonces recordó al camarón. Miró para el pozuelo y lo vio en el mismo sitio. Se alegró: seguía fosforescente como al principio pero ahora el brillo contrastaba con la penumbra del rincón. Boni sonrió para sí. Se propuso indagar qué pensaba aquella gente insulsa. Dirigió la vista al grupo y entró y salió de sus cabezas. Vio más o menos lo que suponía: en unos, fragmentos de películas; en otros, conciertos de música, documentales del Discovery Chanel…; en la mayoría no encontró absolutamente nada, permanecían con la mente en blanco como si no existieran.
Hasta ese instante, habían tenido buena venta de discos pero no de libros. Boni empezaba a preocuparse; era probable que ese día no ganara dinero. Un rato después se animó al ver a un par de turistas; por el idioma supuso que eran alemanes. Andaban sucios y con peste a sudor. Esperó a que se detuvieran frente a la librería. Se acercó a ellos y le hizo la pregunta de siempre:
-¿Puedo ayudarlos en algo?
De momento los hombres no reaccionaron; estaban concentrados mirando unos pósteres del Ché. Boni repitió la pregunta.
-¿Sí? –dijo uno de los hombres.
Entonces él señaló los libros.
-¡Oh!, no, no –dijo el hombre y se quedó mirándolo serio. -No –repitió; pero esta vez en un tono áspero.
Boni no se molestó. Se fijó en el camarón y se propuso entrar en la cabeza del que había hablado, quería conocer cómo pensaban los extranjeros. Son personas igual. También se cuestionó que viajaban por el mundo. Entonces tienen que ser diferentes. Con mayor interés, se coló en la mente del turista. Primero observó su pelo rubio casi blanco y amelcochado como si hiciera días que no se bañara. Sintió una peste similar a la del Barrio Chino cuando se reventó la cañería de los restaurantes. Después se estableció en uno de los hemisferios del cerebro del hombre; no identificó si en el izquierdo o el derecho. Tenía esperanzas de encontrar imágenes con los encantos de la ciudad como proponían los anuncios publicitarios; en cambio, no vio nada en concreto; más bien tropezó con un cúmulo de ideas que no logró comprender: estaban en alemán. ¡Qué malo!, exclamó. Sin embargo, al contemplar una medalla hebrea, el turista pensó algo que Boni sí entendió: Ich haben hunger, se dijo el hombre. Yo también tengo hambre, se dijo él.
Todavía apesadumbrado, Boni vio alejarse a los alemanes sin que compraran nada. Acto seguido, entraron en la Parrillada, el restaurante vecino de la librería. Se alegró; creía que ese sitio diseñado como un comedor obrero era el lugar ideal para aquellos imbéciles.

Ya era media tarde y El Barrio Chino se mantenía tranquilo; sólo los niños de los alrededores correteaban por el boulevard. Boni pensó que la gente estaba perdiendo el hábito de leer. El mundo cambia, se dijo con nostalgia. Entonces recordó a los alemanes. Sintió desprecio por ellos. Igual recordó que se habían fijado en los pósteres del Ché. Él también los miró. Tuvo curiosidad por conocer el pensamiento del Ché. Se decidió a hacer la prueba y escogió la famosa foto de Korda que había recorrido el mundo. Pero no encontró ninguna idea: todo se mantenía en blanco y negro. Repitió la operación. Creyó que había perdido el encantamiento y se sintió frustrado. Después, más tranquilo, pensó que los camarones encantados no penetraban la mente de los difuntos. ¿Si otra persona ha sido encantada y descubre que pretendo conocer la intimidad de un héroe?, se preguntó Boni. Con disimulo observó a su alrededor pero nadie se fijaba en él; sólo Li se había vuelto para mirarlo.
-Esto está malo –dijo ella y dirigió la vista hacia los libros.
Boni no respondió. No le gustaba esa frase. Renegaba de Niurka, la florera, que entraba al boulevard lamentándose: esto está malo, era su bocadillo de presentación.
-Te pareces a Niurka –dijo él y sonrió.
Li le devolvió la sonrisa.
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Los pajaritos del boulevard chillaban al mismo tiempo como en un gran concierto: la pajarera era una sinfonía anárquica, pensaba Boni.
-¿Qué hora es? –le preguntó a Li.
-Seis menos diez –respondió ella.
Entonces miró al camarón y encontró que los pajaritos entonaban melodías nostálgicas; como si recordaran el lugar de donde los habían traído. Boni sintió deseos de romper las jaulas, pero desistió. Se fijó en uno que permanecía en silencio, taciturno, y quiso ver qué pasaba por su cerebro. Paradójicamente era el más alegre. Se entretenía analizando su condición de pájaro prisionero; se alegraba de estar en una jaula segura donde todos los días un empleado le echaba comida; se había convencido de que era peligroso vivir en libertad. Si salgo de aquí me comen los gatos, se repetía el pajarito como si concibiera una consigna. Boni lo aborreció; recordó momentos pasados de su vida. Entonces miró para encima de la pajarera y vio dos gatos; parecían familia; eran blancos con pintas negras. Uno estaba tirado sobre el latón que hacía de techo en forma de pagoda; se lamía una pata y se la pasaba por la cara y por detrás de las orejas. A veces cerraba los ojos y dormitaba. El otro estaba sentado sobre las patas traseras. Boni entró en la cabeza del primero. El animal se entretenía contemplando imágenes que él mismo inventaba:
Infinidad de gatos sentados sobre el muro del Malecón miraban el horizonte como si buscaran algo perdido. A menudo saltaban sardinas del mar y caían directamente en sus bocas. Los pescadores habituales, envidiosos, intentaban abrirse paso entre la multitud de gatos pero ellos no lo permitían. Cada vez que uno se acercaba cerraban filas. Boni tituló esa ensoñación: Rebelión felina. Y le agradó que aquel animal insignificante estuviera inmerso en semejante delirio. El otro gato estaba concentrado en los pajaritos. Se imaginaba que los cazaba en el aire como si fuera un tigre volador. Boni no le dio mucha importancia a aquel espejismo; le pareció pedestre. Muchas veces, había pensado que él era como los gatos; le encantaban los mariscos y también era huraño, y se había imaginado subido en los tejados.

Más tarde, casi al anochecer, Boni vio a América y a Caridad que entraban juntos al boulevard. Conversaban. Se fijó en el hombre y pensó que no era un negro común; se le pareció a un abisinio con la barba hirsuta. Caridad miró para la cámara que la policía había instalado frente al restaurante Pacífico. La mujer se le acercó a América y le dijo algo al oído. Boni vio cuando él guardó en el bolsillo del short pant dos cajas de cigarros Malboro. Después, ya frente a la librería, lo saludaron: América le puso la mano en el hombro y Caridad lo besó muy cerca de los labios.
-¿Cómo va la cosa? –dijo América.
-Normal –respondió Boni y miró el camarón.
-¿Qué hay, nene? –le dijo Caridad.
Esta vez, Boni no habló, se limitó a mover la cabeza: ahora que estaba encantado podía saber qué sentía ella cuando cerraba los ojos y gemía debajo de él. Pero en ese momento, prefirió entrar en la mente de América. Al principio se sintió confundido; después se fue adaptando a su dualidad de pensamiento. Pensamiento binario, se dijo Boni, y comenzó a saltar de una idea a la otra: son of a bicht, y al mismo tiempo, hijo de puta, pensó América mientras se veía por una calle de Manhattan y una de Centrohabana a la vez. El hombre combinó marihuana con campanilla, güisqui con ron, automóviles a una velocidad aparatosa con bicitaxis que subían lentos por San Nicolás; el amotinamiento de la cárcel de Atlanta con el andar cansino de algunos habaneros. América también pensó en Boni: lo asoció con un sacerdote de una iglesia católica de Queen; con un sargento de la Armada; con un Jonqui de North West Harlem; con un usurero de Greenwihg Village; con un anacoreta de la rivera del Hudson; con un violador de Central Park… Boni se alegró de que al pensar en él, América rompiera su binarismo habitual y lo asociara con semejante multitud.
-¡Qué bien, América! –dijo y le dio una palmadita en el hombro-. Uno de estos días nos vamos a beber una botella de ron.

Poco después, las guirnaldas de los restaurantes hacían brillar el boulevard; comenzaba el horario de comida y de nuevo el movimiento. Ahora sí debo vender algo, se dijo Boni, y quiso estar preparado para ajustar los precios con los clientes. Miró al camarón; esta vez durante un rato más largo, consideraba que así le duraría más el encantamiento. Pero nadie se acercó a la librería; pasaban y miraban y se colaban en alguno de los restaurantes; después salían hurgándose los dientes; y la mayoría llevaba para la casa bolsas con los restos de la comida. Durante ese tiempo, casi cuatro horas, Boni penetró infinidad de mentes.

Eran casi las once cuando Boni se recostó al espaldar de la silla y cerró los ojos: vio un montón de estrellitas que aparecían y desaparecían.
-¿Te sientes mal? –le dijo Li.
-No –respondió él.
-Vamos a cerrar –propuso ella.
Boni se levantó y se quedó un rato de pie. Estiró el cuerpo. Después miró para el pozuelo pero lo vio vacío.
-¿Y el camarón? –casi gritó Boni.
Li se sobresaltó; lo miró asustada.
-No sé –balbuceó ella.
Boni recogió el pozuelo y se lo acercó a los ojos. Cuando se cercioró de que el camarón no estaba, sintió una soledad inmensa; era como si hubiera perdido a un amigo entrañable. ¿Había sido nuevamente abandonado? ¿Sería posible que todos, incluyendo el camarón, se fueran? Ahora, para colmo, tampoco podría saber qué pensaba Caridad mientras le hacía el amor. Entonces vio a la perra Canela echada sobre la acera; lo miraba con la cabeza inclinada y había abierto la boca como si sonriera. ¡Caramba!, dijo, y se lamentó de que no hubiera venido cuando estuvo encantado; a él le hubiera gustado conocer qué pensaba; creía que era una perra bonita aunque tenía los ojos tristes. Boni se agachó junto a Canela, también sonrió, y se quedó un rato acariciándole la cara.

Uno de invierno, de Alex Fleites

Iba por la esquina que forman las calles 10 de Octubre y Tamarindo, cuando sentí que desde enfrente el hombre me hacía señas. Estaba, desconcertado, en plena vía. Toree una guagua y una rastra que remontaban la loma con asmática dificultad. El viento frío de la tarde jugaba con las hojas caídas de los árboles sobrevivientes en la avenida. Tendría unos 70 años y no se veía precisamente abrigado, a pesar de la humedad. Lo ayudé a subir a la acera su silla de inválido. Luego me pidió que lo izara en brazos hasta el portal, justo a las puertas de La Diana, un sitio con poca luz, de paredes renegridas, abarrotado de seres atrabiliarios y torvos. Volvio a acomodarse en la silla y me sonrió como disculpándose. “Voy a tomar un poco de sol”, dijo. Y entró al bar.

Nimiedades, de Elena Molina

Mañana:
1. (De) (en las) mañana(s), cuando aun esta oscuro, puedo oír por las persianas el ruido del radio(s), despertadores, gallos, claxons (de carros) y gritos. Si me asomo no veo a nadie y todas las ventanas están oscuras. Solo brilla el neón de la calle, y es imposible que todo eso venga de allí. si (a veces) me despierto (en medio de la noche), se que no es (de) mañana por (los ruidos/son otros) (que) (el) –silencio...- (sin embargo miro mi despertador.)

2. en las mañanas, cuando aun esta oscuro, puedo oír por las persianas el ruido de radios, despertadores, gallos, claxons de carro y gritos. Si me asomo no veo a nadie y las ventanas están oscuras. Solo el neón en la calle, y es imposible que todo venga de allí. a veces me despierto en medio de la noche, se que no es de mañana por los ruidos, el silencio. (sin embargo miro mi despertador.)

Reloj:
1. El reloj despertador tiene una pantalla lumínica en donde parpadean las horas, cuando suena. Cuando no esta la hora, el bombillito que indica AM o PM brilla mas, y se nubla cuando viene, brilla otra vez, la hora. Puedo estar tiempo mirando este juego e intentando discernir si se nubla solo o es la luz de la hora la que lo opaca.

2. El reloj tiene una pantalla lumínica, donde suena la hora, cuando parpadea. -Si-, -no-, esta el despertador, el bombillito que indica PM o AM brilla mas, y se nubla cuando viene, otra vez, brilla la hora. Puedo estar tiempo mirando este juego e intentando discernir si se nubla o es la luz de la hora que lo opaca.

Tejido:
1. Hoy llevo (mi) (ropa) tejida (blusa/pulóver) hace fresco. Llevar ropa tejida es (un sentimiento) suave, agradable, huele bien. Me gusta (mi ropa tejida).

2. Hoy llevo (mi) (ropa) tejida (blusa/pulóver) hace fresco. Llevar ropa tejida es (una sensación) suave, agradable, huele bien. Me gusta (mi ropa tejida).

Mama:
1. La madre de jorge se para en la puerta y una cosa y otra le dice. Todo (solo) lo que puedo entender (entiendo) es “oye”, entre frase y frase. Si me duermo (adormezco) parece el clic de un disparador.

2. La madre de jorge se para en la puerta y le dice una cosa y otra. Todo lo que entiendo, es, “oye, oye”, entre las frases. Si me duermo (adormezco) parece el clic de un disparador.



Problema:
1. (el problema son los libros) (aparecen) por todas partes en pilas de polvo. (están) y desaparecen, caen. A veces un libro parece otro o me lo recuerda, por eso cuando (resulta) se parecen a si mismos (ya) desconfío. Tengo una sombrilla abierta muchas (veces) van a parar a ahí, caen. El (lío) (problema) es el tiempo.

2. (el problema son los libros) (están) por todas partes, en pilas de polvo. (aparecen) y desaparecen, caen. A veces un libro me confunde, y resulta ser otro (o lo recuerda), por eso cuando se parecen a si mismos, desconfío. Tengo muchas sombrillas abiertas (a veces) van a parar a allí, caen. El (lío) (problema) es el tiempo.

Taller Nacional, de Johan Moya Ramis

A Charles Bukowsky

Me había dado por ser escritor y los invité a todos a casa: Cabrera Infante, Carpentier, Lezama, Virgilio, Severo Sarduí, Reinaldo Arenas y algunos otros. La bulla era grande en el portal. Yo los escuchaba desde la puerta, no me atreví a mezclarme con ellos. Mis viejos estaban sentados en la sala viendo la novela ¿Hasta cuando es esto? dijo mi madre. Necesito escuchar lo que dicen, contesté. ¡Pero si lo único que hacen es hablar mierda!, protestó mi padre. Virgilio se asomó por la puerta y le hizo un guiño al viejo, que gritó: ¡lo último que me faltaba, yo no crié un hombre para que fuera maricón!! ¡Déjenme oír la novela, cojones!, gritó mi madre. En eso entró Lezama, fue hasta la cocina y se comió media cazuela de chicharrones. Pobre hombre, dijo la vieja, antes de irse recuérdame darle un régimen de dieta, buenísimo. Hay uno allá fuera que nos va a buscar problemas con el C.D.R, alertó mi padre. Debe ser Reinaldo, dije, es inconforme pero inofensivo. ¿Quién ese que habla tan enredado; no se le entiende ni lo que dice? preguntó mi madre. Carpentier, contesté. En eso entró Severo con cara de aburrimiento. Necesito un teléfono, dijo. ¿Qué pasó? Reinaldo se dio un tiro en la cabeza ¡Y yo que limpie el portal esta mañana!, se quejó mi madre. La culpa es tuya, por consentir a este en todo, dijo mi padre apuntando hacia mí. No dije nada. Me levante y acompañé a Severo hasta el teléfono publico de la esquina.

Las selvas de la noche, de Félix Lizárraga

And the forests will echo with laughter
Led Zeppelin, “Stairway to Heaven”

I
“La casa está sellada. ¿No ve el sello?”
Dijo una muchacha de voz suave, asomada a la otra puerta.
“¿Él ya no vive aquí?”
La muchacha lo escudriñó atentamente desde el castillo de su puerta entornada, el escrutinio se sentía aunque no se vieran sus ojos, pues su rostro era apenas conjeturable en la herrumbrosa claridad dada al rellano por una única bombilla carcelaria.
“Usted es Elio, ¿verdad?”
“Sí”
“Pase”
Dijo la muchacha, retrocediendo un paso.
“No, si yo sólo vine a dejarle esto, es una camisa que me prestó”
“Pase”
Repitió la muchacha, en idéntico tono, como quien no ha oído,
“Él dejó algo para usted”
La sala era larga y terminaba en un balcón pequeño, ahora cerrado, igual que la ventana; cortinas y porcelanas la suavizaban, prestándole algo de su fragilidad. No había espejos.
“Siéntese”
En la grabadora alguien susurraba algo en inglés con una voz ardorosa y grave, que la muchacha se apresuró a cortar.
“¿Ese no es Eliseo?”
“¿Quieres té? Ya está hecho”
Era una pregunta retórica, porque la muchacha ya estaba en la cocina. La bata de un azul desteñido y el pelo escobillado en un moño azaroso no alcanzaban a afearla, pero una curiosa mezcla de altivez y fatiga la hacían parecer tal vez más vieja. No demoró nada en servir el té, que trajo en tazas con sus platillos, humeante y ambarino.
“¿Te gusta dulce o con poca azúcar? ¿Así? ¿Dos cucharadas?”
La muchacha se echó cuatro, rebosantes.
“A mí me gusta bien dulce. Lástima no hay limón”
“No importa”
“Café no tengo, mi tía no ha traído. ¿Está bueno así?”
La muchacha sorbió despacio, cuidadosa. Sentada, la bata revelaba al ceñir sus caderas que no era tan delgada como había parecido. Las manos de ella, al servir el azúcar o apretar una tecla o sostener un platillo de loza, lo mismo que sus menudas observaciones sobre el azúcar o el limón, mostraban a la vez esa delicadeza minuciosa y un poco artificial que es encanto emblemático de la feminidad, y la ausencia de quien ejecuta mecánicamente un acto ceremonial.
“Vas a quemarte”
“Es que estoy apurado”
La muchacha lo miró, con los ojos vacíos de quien es interrumpido en mitad de un trabajo complicado e intenso. Puso su taza sobre la mesita, casi en el borde, y se alzó de su silla en un movimiento largo y grácil como una ola. Al regresar puso en sus manos un paquetico de forma indefinida, que parecía contener algo duro e irregular al tacto, envuelto en papel oscuro y atado con un cordel que sujetaba, además, un sobre. Volvió a su puesto pero no se sentó, dejó posarse las dos manos sobre el respaldo y lo miró desde allí.
“Él dejó eso para ti”
El sobre estaba cerrado; sólo traía su nombre, escrito a máquina.
“Se fue de viaje, ¿no?”
La muchacha negó con la cabeza.
“Murió”
Lo dijo con la misma ausencia delicada con que brindaba el azúcar.
“Pero...”
La muchacha se deslizó en su silla y volvió a coger su taza, con las dos manos, dejando el platillo en la mesa.
“Pero, ¿cómo ocurrió?”
“Hace nueve días. Se suicidó”
“Ah”
La muchacha volvió a sorber su taza y dijo sin mirarlo:
“Estás arrugando el sobre”
“¿Cuándo fue?”
“El otro domingo”
“¿El domingo? Pero si yo lo vi ese sábado... Tomamos juntos”
“La tarde del domingo, me dio esto. No lo vi más. El lunes, por la noche, yo entré con mi llave y lo encontré”
Sumarió la muchacha.
“Y tú lo viste el sábado, seguro”


II
Su mano viene al encuentro de su mano, borrosa en el cristal: empuja la puerta, y lo envuelve el aire enfriado, denso, sahumado de cigarros; las bruñidas maderas de la barra que acogen sus codos reflejan turbiamente la escasa luz rojiza.
“Dos sangrías, Pepe”
Oye decir al cantinero más delgado y menos calvo que se le acerca con su lazo negro. Pide un cubanito, y encuentra en el largo espejo que corre por sobre la hilera de botellas de alegres etiquetas su rostro y parte de su pecho en triángulo, recortados en la espesa penumbra como esas cabezas de césares romanos. Se toca el pelo húmedo, y es entonces que advierte de dónde viene la mirada que ha sentido sobre sí desde que entró: al otro extremo de la barra, desconocido, un muchacho de camisa de lienzo blanca. Piensa que será algún pájaro, y regresa a su busto en el espejo ahumado, mientras la voz de Barbra Streisand asegura algo con agudos celestiales, disolviéndose deliciosamente en el sabor picante, el oscuro espesor del tomate en la lengua, el calor del ron que desciende por su garganta y se propaga, despacio, como un pulpo que se despereza.
“¿Te gusta la sangría?”
Pregunta alguien a su izquierda: de cerca, la camisa no es de lienzo ni blanca, es de algún color claro, tal vez verde.
“No es sangría, es cubanito”
Responde secamente. El cantinero gordo de la cara de morsa viene hacia el de la camisa clara.
“No había podido saludarte, primo. ¿No trajiste a Solángel?”
“Hace días que no la veo”
“Pero si viven puerta con puerta”
“Así es la vida”
“Tú como siempre, primo. Quieres otra, ¿no?”
“Claro, Pepe. Yo vengo aquí nada más por las sangrías de Pepe... Tú vienes poco aquí”
Explica brevemente su prólogo: ella, la de esta noche, que no vino a la cita, o vino tarde, la lluvia aprisionándolo en los portales, el bar descubierto y aceptado como remanso. Una cajetilla golpetea con levedad su brazo.
“No fumo, gracias”
“Te diré lo que todos los fumadores: haces bien”
“Pero todos siguen fumando”
“Siempre”
Dice el otro, y sus dientes relampaguean en la penumbra, mientras exhala el humo,
“Es como los médicos, esos eternos demagogos que nos mandan hacer lo que no hacen. Pero todo hace daño”
“No, no todo”
“¿Qué no lo hace? ¿El cigarro, el chocolate, el sexo en soledad o compañía?”
“El deporte, por ejemplo”
“Lo defiendes porque evidentemente lo haces. Pero, ¿y las lesiones musculares? ¿Y la hipertrofia cardíaca? Es lo mismo que si me dijeras la cultura, leer por ejemplo. Mucha cultura, miopía segura. No te rías, es verdad”
“No seas tan pesimista”
“¿Por qué pesimista? Y si lo fuera, ¿por qué no? Es mucho peor el optimismo tonto, sonreidor, de tanta gente”
“Pensando así, no daría gusto vivir”
El otro ríe, relampagueante.
“¿Quién dice eso? Precisamente hablo así porque me gusta vivir. Pero no me dirás que el ron no hace daño, y tú lo tomas”
“Yo tomo a veces, con medida”
“Eso sólo significa que te envenenas con medida. Claro que los placeres no hacen tanto daño como los deberes. ¿De qué te ríes? Los placeres son al menos sinceros, nos previenen. Los deberes se nos presentan como la pura salud, su daño se hace en silencio y se advierte a la larga, cuando ya no hay penicilina que lo ataje”

III
La muchacha lo miraba.
“Yo estudié con él. En la escuela de arte”
“¿En el mismo año?”
“No, yo estaba un año más abajo. Además, no llegué a graduarme... Hacía mucho que no nos veíamos”

IV
“Pues por mi madre que no te conocí”
Vuelve a decir mientras el otro hace chasquear vanamente el interruptor.
“Mierda, es verdad, por la tarde me llevé los fusibles”
“Yo te los pongo. ¿Dónde los tienes?”
“En el baño ha de haber”
“¿Cómo en el baño?”
“El botiquín”
El fósforo hace aparecer un lavamanos con algo de jofaina. Brilla el espejo desazogado.
“No hay”
“¿Miraste bien?”
“Hombre. Mira tú mismo”
“Aquí hay uno. Mira, hay más”
“Esos están quemados”
“Tienes razón. ¿Y para qué los guardas?”
“No sé. Siempre guardo los fusibles quemados con los sanos”
“Por eso hay tantos... Y ni uno bueno”
“Deja. Voy a encender la vela grande que hay en la sala”
La vela chisporrotea y luego alumbra en calma, los espejos multiplican su luz crepuscular. Es una especie de torre irregular, de estalagmita hecha con la cera de muchas velas, de colores que se resumen en amarillo y rojo, con dos mechas, a la que sirve de candelabro un gran cráneo bovino, de astas truncas. La sala tiene tan pocos muebles que parece enorme.
“Voy a abrir el balcón, o la ventana”
Se recuesta en una especie de chaiselongue grande y curva y cómoda, de felpa estropeada, mientras se abre la camisa.
“Ve destapando la botella, o pon la grabadora. Por suerte, tiene pilas”
Mientras golpea la botella por el fondo para que salga el corcho, en la grabadora alguien susurra con una voz antigua y conmovida,
“Va mas allá del poema, consigue... la presencia misma del tigre... Tyger! Tyger!... Burning bright... In the forests of the night...”
El otro deja los vasos en el suelo y se apresura a hacerlo callar.
“¿Qué era eso?”
“Es Eliseo Diego, el poeta... Fue la única vez que hablé con él, y no pude resistir la tentación de grabarlo sin que lo notara. ¿Quieres oír Deep Purple?”
“Sí, claro”
El otro parece algo avergonzado, por primera vez. Irrumpe la voz ácida de Ian Gillan, galopando,
“Black night!... Black night!”
El otro se sienta con su vaso en el suelo, sobre algo que tal vez fue un cojín.
“He vendido demasiados muebles, como ya habrás notado”
“So bright!... Black night!”
“¿Tú vives solo?”
“Mi padre se fue hace años, mi madre vive con mi abuela, mi hermana se casó...”
“El viejo tuyo era pintor también, ¿no?”
“Y ceramista. Ahí está el horno, en aquel cuarto, el taller. Lástima no haya luz. Yo hago cosas en él, a veces. Aunque prefiero pintar. ¿Por qué no terminaste la escuela?”
“¿Y cómo sabes que no la terminé?”
“Creo que alguien me lo dijo”
“Fue el año después que te graduaste. Un fraude que cogieron. Nos botaron a tres: a Mauro, a Kindelán y a mí”
“Ese negro Kindelán era bruto... Pero, ¿cuál era Mauro?”
“¿No te acuerdas? El trigueñito, el que hacía pesas conmigo y con Blachito, Bladimir... Uno que andaba siempre detrás de Lucy, antes de que fuera jeva tuya”
“Ya”
“¿Y Lucy? ¿No seguiste con ella?”
“Eso fue una tragedia, cuando me mandaron para Oriente. Me escribía casi todos los días. Cuando volví estuvimos un tiempo, después nos separamos. Ella se casó, tiene una niña, está gorda... Lo mejor del caso es que la niña es mía. Aunque mejor no hablamos de eso”
“Yo no me acordaba de ti al principio. Me acordé cuando me hablaste de Lucy. A Lucy la enamoró toda la escuela, uno por uno, y nada. Mauro estaba loco por ella, el pobre. Y yo, en cierta forma, también. No es que fuera linda, las había mucho mejores, y era más bien flaquita. Pero tenía algo”
“Si la ves ahora, no la conoces”
“¿Está tan gorda?”
“Sí, eso también, pero no es sólo eso. Es el carácter, la mirada. Es otra... Yo la pinté hace poco, de memoria, tratando de recordar a la que era”
“¿Tienes el cuadro ahí?”
“Sí, en el taller”
“Déjame verlo”
“¿Sin luz?”
“Déjame verlo, anda”
Es Lucy, aun en el tembloroso crepúsculo de la vela: es Lucy, sus hombros delgados en el óvalo del cuadro, su manera de echar atrás la cabeza, sus largos párpados, esa mano que oculta o acaricia o señala el arranque del seno; incluso los azules con que ha sido pintada son de algún modo Lucy, misteriosa, secreta, pero inconfundiblemente.
“Déjame ver aquéllos”
“No, no, basta. A la luz de la vela, todos parecerán de La Tour”
Mira uno donde un cangrejo agoniza bajo una luna roja, pero apenas puede entreverlo porque el otro le echa una tela por encima.
“Ya habrá tiempo de verlos. Vamos”
El destello dorado de una cerámica entre otras atrae su atención. Es una figurilla de barro vidriado que representa a un adolescente, alargada en las piernas que trotan o danzan, ensanchada bruscamente en el torso, de brazos como en triunfo, minuciosa hasta en los cabellos que revuelve el aire, pero sin rostro, con sólo una ciega superficie brillante en vez de rostro.
“¿Por qué sin cara?”
“Es el Sol”
“Pero, ¿por qué sin cara?”
“Es el Sol”
Repite el otro, sonríe y se encoge de hombros, y parece recónditamente divertido, como casi todo el tiempo,
“Vamos, es pecado mirar al sol cuando es de noche”


V
“Y tu lo viste el sábado, me dices”
“Sí, tomamos juntos”
“¿Aquí, en su casa?”
“No, en la calle... Y después en la casa”
“¿Y no te dijo algo, alguna cosa, que trasluciera lo que iba a hacer?”
“Nada, no. Si no puedo creerlo”


VI
“Qué calor tengo ahora”
“Es el ron”
“Qué ron, ni ron, si no hemos tomado nada”
“Ya casi acabamos la botella”
“Pues abre la otra”
“Tú te quieres morir esta noche”
“Yo no me muero tan fácil”
Termina de quitarse la camisa sin alzarse del gran mueble afelpado.
“Compadre, y qué milagro que usted se acordó de mí”
“¿Por qué?”
“Hombre, no sé. Tú eras el jevo de Lucy, y tenías fama de filtro, de buen pintor, qué sé yo. Yo ni siquiera era especialmente barco, era un barco normal”
“¿Y las veces que jugamos voleibol, no te acuerdas? Siempre en contra, claro, los de tu año contra los de mi año”
“Coño, claro que me acuerdo. Tú eras siempre el mejor rematador”
“No jodas”
“Coño, verdad que sí. Lo que sudaba yo tratando de parar los remates tuyos”
“Tú ves, ya estás borracho”
“Borracho estás tú, mira que te vas a virar el vaso encima”
“Ssh, déjame oír un momentico. Esa canción...”
“Es Deep Purple, ¿no?”
“Crimson joy”
“Qué King Crimson, eso es Deep Purple, viejo”
“Si, coño, pero en la canción dicen algo como crimson joy».. Lástima yo sea tan duro de oído para el inglés... No, es crimson skies”
“Marmelade skies”
“Eh, tú sabes inglés”
“Lucy in the Sky with Diamonds!”
“Ssh”
“Lucy in the Sky with Diamonds!”
“Deja oír, anda”
“Lucy in the Sky with Diamonds!”

VII
“Y... ¿Cómo...?”
La muchacha no necesitó que le fuese concluida la indecisa pregunta. Dejó la taza en el platillo y se quedó mirándola, entrelazando lentamente los dedos, como si buscase su reflejo atrapado en el ámbar del té.
“En la bañadera... Vestido...”
“¿Vestido?”
“Sí... Tenía puesta una camisa negra, que no le conocía”


VIII
“Sweet child in time...”
La vela dura aún, entre los cuernos truncados, cristalina y goteante como una estalagmita, roja y dorada, dorada y rutilante como la estatuilla sin rostro, ardiendo en doble llama. La esperma ha comenzado a rellenar las grandes cuencas huecas.
“You better close your eyes...”
Ha cerrado los ojos, pero no duerme. La voz de Ian Gillan comienza su imploración in crescendo, como la interminable mecha ardiendo, empapada de ron, de una bomba a la que estuviéramos atados. No abre los ojos, ni aún cuando siente que la mecha está ardiendo en su ombligo. El erizo helado de la sorpresa no es el de la sorpresa, es la doble sorpresa de no ser sorprendido. Su cuerpo está allí pero no está, no es su ombligo ése sobre el que ha descendido la llama de una lengua. El treno de Ian Gillan tiembla, se empavora, es Ian Gillan quien recibe esa húmeda quemadura, es Ian Gillan quien muerde despacio en esa carne. Nada se mueve, nada existe en la noche sino la voz de Gillan.
“Oh Lord, I beg Your help...”
Va ascendiendo, apremiando, chisporrotea, va machacando las palabras hasta vaciarlas como cráneos cascados, las va largando a trozos como una cáscara. La voz de Ian Gillan se va alzando desnuda, se yergue un puro grito, dorado, llameante, cristalino.


IX
“¿Te sientes mal?”
Preguntó la muchacha.
“Léela más tarde, en tu casa, no tienes por qué leerla aquí”
Tembló casi la voz de la muchacha, los ojos muy abiertos, iniciando un movimiento como para impedir que el sobre fuese rasgado, pero ya era tarde. El papel, fino y muy bien plegado, estaba escrito a máquina.


X
Espero que al recibo de esta carta estés bien. Yo... Bueno, no estaré. Que un muerto escriba cartas, no es usual; imagino que recibirlas será incómodo. De cualquier modo, creo deberte ésta. Quiero que estés seguro de que no tienes nada que ver en esta muerte, pese a lo que parezca.
Los designios del Eros son inescrutables, e ignoro por qué, hará de eso tres años, precisamente tú o tu cuerpo (¿te buscaba yo a ti en tu cuerpo, buscaba yo tu cuerpo en ti?) tu cuerpo entre los otros o tú entre los demás se me enterraron como un escalofrío. Ahora, desde la muerte, eso me es más oscuro todavía. Lo peor de todo era que no se trataba ni siquiera de ti; tu inocencia, tu indiferencia o tu inconsciencia no eran lo terrible, sino el hecho de que lo que yo buscaba no era tu cuerpo o tú, sino algo que parecía haberse escapado de mí y haberse ocultado en tu ajenidad; mi propia ajenidad, por decirlo de alguna forma, me acechaba, agazapada en ti, desde el contorno de tu pecho o tus manos, tu manera de volver la cabeza o parar un remate. Es por eso que preferí entonces no acercarme, tal vez; lo cierto es que no lo hice...
Pero te agobio con esta carta que no entenderás, que apenas te concierne, que sólo te dirijo en apariencia; hasta después de muerto sólo consigo alargar esta mano hacia mí mismo, Sócrates encontrando a Sócrates en el umbral y Judas al cabo de sus pasos hallando sólo a Judas. En fin, ¿cómo probarte mejor que no has tenido parte en esta muerte, que es solamente mía?
En cierto modo, te he engañado. Creíste entregar algo tuyo, y devolvías en realidad lo que, ignorándolo, me habías arrebatado; lo que sin tú saberlo había yo, sin querer, depositado en ti. Creíste hacer un regalo, cuando pagabas una deuda. Pero (como Adriano diría) “ninguna caricia llega hasta el alma”.

Soy el más misterioso de los dioses.
Soy la Luna y el Nilo; y en la sombra
De cada noche el Sol que luce y nombra
Desciende a mi mansión, que no conoces.
Como el caballo ante el oscuro toro,
Primero nos miramos; lentamente
Vase uniendo la frente con la frente
Y somos uno en la tiniebla de oro.
Al fundirse lo alto en lo profundo,
Cima es la sima, soma es soma, y somos
El alma unida que gobierna al mundo.
Thoth el Escriba anota cada pura
Orden que lanza el monstruo de dos lomos.
Y arde el ojo del tigre en la espesura.

Sea como sea, la deuda está saldada. Perdóname el haberte inmiscuido.
Quema esta carta.
Osiris

XI
En los cuartos, adonde tras una vaga disculpa la muchacha había entrado, no se escuchaba nada tras la cortina azul. Los dos paquetes, el suyo y el del otro, no pesaban, y con ellos bajo los escalones, donde la oscuridad trajo a su memoria el vago despertar, la vela apenas un rescoldo, la cera derretida mirándolo desde las cuencas del cráneo con unos ojos extraños, bulbosos, facetados, el sobresalto de encontrarse desnudo junto a ese otro cuerpo durmiente, el recuerdo alarmado e impreciso de lo ocurrido, la fuga silenciosa hacia un amanecer de ceniza revelándole que se había puesto la clara camisa del otro,


XII
En esos mismos escalones oscuros que ahora sube, advirtiendo, con un terror secreto, el desroscarse de su carne en la sombra, mientras llama a la puerta.