Saturday, December 26, 2009

La fuente de cocoa, de Mireya Robles

Un cafetín usado por el Tiempo. Usado por miles de bebedores de cerveza que chocaban los jarros de cristal gordo con una chispa alegre en los ojos, y que sin decir nada, querían decir: "Salud! por ti brindo, porque estás ahí, vivo y alegre". Mesas pequeñas, pequeñísimas, cuadradas, con manteles a cuadros blancos y rojos. Todas las mesas, apretadas una tan cerca de la otra que apenas puede uno pasar entre ellas. El cafetín pequeño y cuadrado como un cuarto. Las paredes todas de cristal y por ellas se ve un pueblo que no es un pueblo, sino una playa; o una playa que no es una playa de recreo, sino un pueblo de pescadores. El sol, la luz del sol, es gorda, amarilla, densa y entra en el cafetín desde la playa ignorando las pequeñas densidades de neblina y dejando en paz la constante humedad. Como si no le importara calentar ni secar, sino echar sobre el cafetín su torrente de luz pesado y brillante.
Entro sola, sin saber por qué, sin saber de dónde vengo ni cómo llegué allí. Sólo importa ese momento. Un momento en que me adentro en el mundo que habla y que se ríe. No oigo lo que dicen. Son murmullos ininteligibles seguidos de risas que parecen sinceras porque salen de dentro, como empujadas por el diafragma, localizadas un poquito más arriba del estómago. No son risas que se producen artificialmente con sonidos guturales, forzados.
No tengo dónde sentarme. No tengo lugar allí, en este apretado, sucio, brillante mundo de los que se ríen. Sin encontrar lugar, casi sin buscarlo, me veo así, de momento, en medio de mi pausado asombro, sentada, esperando. Digo, porque tiene que ser así, porque no puede ser de otra manera, que tengo unos veinte años. Quizá fueran diecisiete, quizá dieciséis o diecinueve. Una madura, antigua carga de soledad que llevo conmigo sin querer, me dice que debo tener veinte. No sé a quién espero, ni para qué espero. Sé que con esos marineros avejentados, sudorosos, de grandes grietas en la cara, de ojos gratuitamente febriles, con sus sweaters de cuello de tortuga azules, sucios, con sus gorras tejidas, con su risa espontánea que no responde a nada, de ésos nada puedo esperar. En ellos nada busco. Me retiene tal vez el deseo de oír reír aunque la risa sea sólo un sonido gratuito.
Varias veces, delante de mi mesa, pasa Ronald. Es alto, fuerte --si se tratara de un camionero diría fornido--, el cuerpo doble y ancho, el pelo castaño cenizo, algo encrespado, quemado del sol, en los ojos una chispa fugaz que parece anunciar una sonrisa que nunca llega a dibujarse en los labios. El es, es él a quien espero. Estudia Medicina fuera de aquí. No es el dueño del cafetín ni es sirviente y sin embargo, tiene para aquel lugar, para aquella gente, para aquel momento, una importancia inexplicable. Debo decir, tengo que decir, algo me impulsa a creer, que si no fuera por Ronald, aquel momento no existiera. Y con el momento ausente, desaparecerían el cafetín, la cerveza y la risa.
Ronald pasa a mi lado y siento su presencia, pero no se acerca. Ronald debe de saber que es a él a quien espero. Cómo es posible que estando yo allí sola, sentada, única entre tanto hombre envejecido con olor a marisco, no sepa él que lo espero? Cómo es posible que yo me dé cuenta de que no hay a nadie más a quien escoger, que debo esperarlo a él y que él ignore su situación que es la misma que la mía? O tal vez no sea la misma situación. Cuando yo me largue del cafetín vuelvo a mis padres derrotados, a la mugre, a las diarias esperanzas que mueren sin nacer, ahogadas en la ausencia de posibilidades.
Estoy allí, incrustada en aquella silla, por un lapso de tiempo inmensurable, de días o minutos, o quizá de toda una vida acumulada en un instante de espera. Parece una eternidad desde la última vez que pasó Ronald delante de mi mesa. Tengo que averiguar, tengo que saber. Cerca de mí, hay una mujer gruesa, como de cincuenta años, de cara joven aún, toda vestida de negro, de grandes ojos azules o verdosos, brillantes. Solloza. Solloza sin consuelo, solloza con el desconsuelo del que sabe que nadie la puede consolar. Le hablo sintiéndome cerca de ella, pero sin acercarme más. Sé, sin que me lo diga, que se trata de Ronald. Sé, sin que me lo diga, que se trata de aquel mocetón que pasaba delante de mí, el que nunca llegó a mi mesa y al que tantas veces me imaginé diciéndole mi nombre y oyéndole el suyo. "Es Ronald" -- me dijo. Y supe entonces que Ronald era él y que se había perdido. Una guerra, pensé, muchas veces me lo imaginé muriendo en una guerra. "Un absurdo más de la vida" --continuó. "Una bala que alguien tiró sin motivo. El se buscaba con la mano derecha, el dolor en el hombro izquierdo, después se lo buscó en el pecho, la mano se le llenó de sangre y cayó muerto". Sabía yo que ella tenía que tener otro hijo y le pregunté por él. "Ese está bien, pronto vendrá". Me quedé allí, esperando al otro sin preguntar su nombre. El de Ronald lo supe después de muerto. El nombre de éste era innecesario. La mujer vestida de negro desapareció de mi cercanía. Porque era una visión o porque no podía llorar en el cafetín de la risa o porque dejó de ser importante en aquel instante de mi vida.
Pronto, muy pronto, comenzó a pasar el otro. Diecisiete, dieciocho, quizá. Doble y fuerte, pero nunca se me ocurriría llamarle fornido. El pelo más lacio, negro, los ojos grandes y castaños, la piel trigueña con brillo sedoso. Este pareció comprender, éste comprendió en seguida y pronto nos vimos en una sala más vacía donde la presencia de los demás poco importaba, Se reclinó en el sofá, yo a su lado, le rodeé con mis brazos la cintura y recosté la cabeza en su pecho. Esto era todo. La vida, después de todo, quizá no fuera un constante, difícil desencaje. Tal vez se pueda vivir así, recostada en el pecho que uno tiene que buscar, que uno tiene que encontrar y esperar la muerte. Quizá la vida no sea tan difícil, quizá no sea un constante, doloroso desencaje.
Tenía los ojos cerrados como para acomodarme y descansar en mi destino, pero algo inexplicable me hizo abrirlos lentamente. Te vi allí, en un sillón, frente a mí, mirándome con un asombro resignado y con una tristeza que sólo había sido, hasta entonces, mía. Estabas tranquila y sin palabras, yo diría que guardabas para mí, un gesto de piedad. Tenías en la cara un cansancio que talmente parecía que me habías robado a mí. Estabas cerca, con toda la inmensidad de tu piedad, pero lejana e incomunicable. Permanecí abrazada a aquel montón de músculos fuertes y relajados y seguí diciéndome que así, con los ojos cerrados, recostada a él, sin hablar, a pesar de todo, a pesar de tu compasión, tal vez la vida no fuera un doloroso, constante desencaje. Un movimiento dulce y firme me fue apartando los brazos y lo vi a él, mi dulce destino sin nombre, parado frente a mí, dispuesto a irse. No le pedí explicaciones porque no eran necesarias. Su abrazo, su acercamiento, había sido momentáneo. Nada tenían que ver con mis planes de encajar en la vida de una vez y para siempre. Nada tenía que ver con mi intención de descansar, así, abrazada a él y esperar la muerte. Se terminaron las horas de la noche en que un hombre abraza a una mujer, llegó el momento de irse, de perderse sin rastro, en la noche.
Me volví a lo mío, caminando descalza por las arenas húmedas, por la oscuridad ennochecida. Llegué al pequeño, destartalado teatro de mi padre y allí lo vi, con toda su fortaleza desgastada, a punto siempre derrumbarse, en el pobre escenario exageradamente alumbrado, dando latigazos en el aire como si estuviera amenazando o castigando al destino para que le concediera la función teatral que parecía ser eternamente irrealizable. No sé si esperaba un milagro. Era dueño de aquel teatrucho, del edificio, del caparazón, pero jamás tendría dinero para montar la obra. Yo había crecido oyendo sus gritos y sus latigazos en el aire. Sin actores, sin obra teatral, sin equipo. Su única empleada era una jovencita fofa que no llegaba a ser gorda, los labios eternamente ensalivados, gordos, entreabiertos que enseñaban unos dientes anchos y separados. Vestida con un traje como de payaso, de fondo blanco y enormes lunares rojos, con un sombrero de pajilla, como de colegiala, con dos cintas colgando de la parte de atrás del ala redonda. De cuando en cuando aparecía algún público. La idiota recogía la entrada de diez centavos por cabeza. La furia de mi padre entonces se agrandaba. Había logrado tener seis, diez, veinte personas dispuestas a recibir lo que él les presentara, había logrado reunir la miseria de unos reales, pero no tenía nada que presentar. Renuente a admitir su fracaso, daba fuertes latigazos en el aire y desde el escenario, le gritaba a la que recogía los reales con la babeante sonrisa: "Idiota!, Idiota! Todo es por tu culpa! Hoy será otro fracaso, todo por tu culpa!" Oí sus gritos sin hacerle caso, sabiendo que la función terminaría sin empezar, cuando el público se aburriera de los gritos y los latigazos en el aire y comenzaran a pararse y a recoger el real de manos de la idiota sonriente. Seguí de largo, me encaminé a un kiosco y pedí, con aire de triunfo, una taza de cocoa. Me sirvieron el chocolate en una especie de fuente honda de cartón y no protesté. Ya era tarde --las nueve de la noche--, y adquirir un servicio de esta índole en un pueblo ya casi totalmente dormido, era un privilegio. Vivíamos en un segundo piso, en un palomar negruzco y sucio, oscuro, por falta de luz eléctrica o porque simplemente, así le gustaba vivir a mi madre. Me esperó con actitud pronta a la recriminación: "Sabes que aquí, en esta casa, se come a las siete en punto". Inexplicablemente me sentí ajena a los yugos familiares, me sentí independiente. Me pareció que había tirado por una ventana inexistente, un saco repleto de culpas. Sabiendo que me estaba mirando, dibujé una cínica sonrisa y le dije mientras bebía la fuente de cocoa: "Lo sé".

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