Saturday, December 26, 2009

Medio minute de silencio occidental, de Lia Villares

Taba: Astrágalo (hueso del talón) Lado de la tabla opuesto a la chuca. Juego que consiste en tirar al aire una taba de carnero, y en el cual se gana si al caer queda hacia arriba el lado llamado carne, se pierde si es el lado llamado culo, y no hay juego si son la taba o la chuca.

¿Tiene tinta? Poco.
El día se acerca a hurtadillas como un leproso.
Dice Miller que Dios no ha muerto. Queda ósmosis en alguna parte. Todavía. Algo de articulación.
Y luego nuevamente este estar consigo mismo.
Estos mutismos.
Este ser acosado.
Me acuesto. La acción se repite ad infinitum.
Dos veces cuando más Gottfried Benn: pardo oscuro femenino (sucio) trastabilla sobre pardo oscuro (sucio) masculino:
Sujétame, tú, caigo. Estoy tan cansada en la nuca…
Para que sepas, también son días animales los que vivo. Soy otra hora de agua.
En las tardes mi párpado desdescansa como bosque y cielo.
Tomando té, comiendo arroz… mi tiempo llega con traje de panadero trasnochado en el doble turno.
Órgano táctil no. ¿Eres alegre, estás triste… eres triste, estás alegre?
Como volutas de polvo o ceniza esparcida las ideas no dejan trazo de traza.
Torrente de paso, tormenta desértica de sal. Aprovecho los pétalos para hacerme un iglú a la hora anciana, resplandor que no me ciega menos.
Aletargamiento estéril contemporáneo, me concedo medio minuto de silencio occidental.
Nada que hacer, nada que ver, en mis audífonos Charly es lo que está pasando.

(Sólo el silencio vigila al silencio)
Alguien se acerca y me dice lentamente que sea razonable, porque mis orejas son pequeñas y he de decirles una palabra sensata.
¡Yo no soy tu laberinto, puta!, grito manoteando para que me deje.
Mosca impertinente.
El sillón me suspende en la nada una fracción de tiempo congelado en delantal harinoso. Hacen el disparo y en la foto soy yo de cuatro años y medio sentada en un triciclo sepia. Sonriéndole a un vacío sepia. Delante un trolebús. Las vías de Santiago. Callejas. Dos motonetas ridículas esconden mis orejas.
La extinción de la doble percepción.
Es La película, de Beckett: Expulsar a los animales, tapar el espejo, cubrir los muebles, arrancar la estampa, rasgar las fotos.
¿Ser es ser percibido, existir es dejarse percibir?
Dejo que el vaivén me balancee, me suspenda otra vez, dos veces cuando más, que el balance vaya y venga y vaya. Atrás. Adelante. Atrás.
Que no pap-pap-pare. Trastabillosamente.
Manoteo de nuevo, más ideas.
Lo espantoso es la percepción de mí a través de mí.
In-su-pri-mi-ble.
Bayamo bulevard desarticulado, sol de granito enmarmolado.
Sol de ultraviolencia. A pesar Bayamo frío y ficcional, Bayamo para los bayameses, corred.
Recopilo muestras al azar y cuando el cansancio es fuerte dejo de hacer.
Me acuesto, me concedo medio minuto de silencio occidental.
Duermo los días de celebración nacional como medida preventiva a una irritación profunda en el cuero cabelludo, mi epidermis tan sensible.
Duermo bastante, largamente. Cualquier esfuerzo productivo rechazado.
Después saco la cámara y convenzo a los fotofóbicos al sepia de su atraso ancestral, les digo al final alguna palabra sensata. Después de todo la preservación de sus almas es tan desdeñable como sus rostros envilecidos en plata y gelatina.
Suavizo mis manos, hidrato mi cuerpo con Agua de la Tierra, marca registrada.
Me lamo las manos y me revuelvo el pelo; le lamo las patas que sobresalen por fuera del frutero a mi gato y le revuelvo el lomo azuloso.
Desayunamos un aborto televisivo infantil dominical con música estruendosa.
El deterioro y los chirridos de una ciudad –escribo con tiza roja la puerta de mi balcón- corresponden al deterioro y los chirridos de sus pobladores.
Es imposible evitar –sigo escribiendo- que el afuera espeluznante roce adentro.
Alguien se acerca y me dice lentamente que tengo una tendencia pesimista hacia lo negativo. Le sonrío en mutis.
Sé razonable, Ariadna; me pregunta qué coño quiero hacer, en serio.
No se puede andar por ahí con mi desorientación generacional, con mi cansancio y mi sueño aletargado, mi esterilidad y mi propensión a la meditación, a la contemplación y a la masturbación.
(Tomando té, comiendo arroz)
Arrastrando las horas de días apostados, claro estaba Lezama cuando dijo que en La Habana acostumbramos a jugarnos los años y ganar su pérdida.
Basta, no soy tu laberinto, piérdete con los días, bórrate de la historia, mi mutis sonriente quiere decir que no quiero hacer nada, absolutamente en serio.
Yo soy lo que está pasando. Me acuesto.
Quiero jugar hasta la extenuación de todos mis huesos, hasta desencajarme el alma para el carajo. Cualquier cosa menos tener en cuenta donde estoy, todavía, respirando polvo por aire. Todo menos este asco matinal, este asco flaco de café quemado y alquitrán por los pulmones. Dentro y fuera los chirridos. Dentro y fuera. Los chirridos. Punto y polvo.
Para llegar al absurdo en medio de la muerte y la rutina reservadas a una ciudad desmantelada es preciso anular toda sensibilidad: la sensibilidad es la esperanza.
Bajo el volumen de mi radio, me levanto con la firme convicción de mis manos reducidas.

Juan Piñera me pasa por delante. Es su habitual caminata nocturna vedadiense. Corro a alcanzarle una de mis tarjetitas personalizadas con una frase de su tío Virgilio: Nada sostengo; nada me sostiene. Nuestra gran tristeza es no tener tristezas… Tuerce una sonrisa y asiente.
(Sempre avanti, avanti).
Y yo espero que en cambio me revele algún misterio o secreto fascinante oculto en su mirada impenetrable de maestro hechicero, alquimista de músicas insospechadas.
Pero no, merodeador nocturno fantasmal insomne como yo misma, se limita a mirarme con su estilo perturbador de ojos penetrantes, oscuros y cansados y yo me siento estúpida con mis dos trenzas debajo del gorro que cubre mis orejas pequeñas y ayuda a alejar los ruidos-sonidos musicales de la Calle.
Únicamente dice que me cuide, hay que tener cuidado por ahí, y se despide aconsejándome tal o más cual ruta de ómnibus urbano para la periferia hacia la que me dirijo a total y completa deshora.
Le saco la lengua y corro de nuevo alejándome mucho más de lo que quiero hasta perder el sentido.
Estado habanémico, tan loco, hechizamiento hebdomadario.
Confronta. Semáforo y tardanza, mastico título tras título.
Con su disfraz de panadero el tiempo insiste en perseguirme.
Trastabillando.
(Tarareo sin sentido, el ritmo acelerado: yo-tengo-un-cake-un-cake-con-merengue-y-tengo-miedo-que-le-metan-el-dedo-yo-soy-amigo-del-cocinero-que-me-da-la-harina-que-me-da-los-huevos… y no puedo pap-parar).
Se me acerca a hurtadillas como un leproso.
¿Queda ósmosis por ahí, en alguna parte? La voz de Miller ralentiza.
¿Algo de articulación?
Me suspendo en la nada un último momento.
Todavía.
Hay que expulsar a los animales, tapar el espejo, cubrir los muebles, arrancar la estampa, rasgar las fotos.
El eco de mi voz se distorsiona.
Mi cuerpo abandonado a la desmesura del accidente atómico, al accidente de la desmesura atómica, a la desmesura atómica del accidente…
Me es permitido concederme aún medio minuto.
Silencio.

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