Saturday, December 26, 2009

Contexto para entender la desesperación, de Lourdes González Herrero

Los lectores y los autores están igualmente desesperados. Hoy fui a una librería en la que dos vendedores sostenían una ácida discusión que me interesó, se trataba de un libro recién publicado, pero ninguno de los dos pronunciaba su título.

Me hice la distraída andando de un estante al otro. Uno de ellos impugnaba: No se puede leer, no se entiende de qué trata, si tú lo leíste y te gustó debes revisarte con un siquiatra.

El otro lo miraba desafiante, parecía dispuesto a pasar a la acción.

Me hubiera gustado ver cómo dos lectores se podían propinar golpes por un libro, pero el atacador se controló, el otro fue bajando la guardia física, la calma aparente se instalaba cuando la señora que hacía los cobros encendió de nuevo la cuestión señalando que el libro es una verdadera porquería, poniéndose por tanto de parte del primer vendedor que ahora, apoyado por otra opinión, se irguió para dejar bien claro que las chusmerías y los relajos no son signos de calidad en una obra. A esto le siguió el ruido del portazo del segundo vendedor que salió a la acera a coger aire, seguro que intentando no dejarse provocar por una mujer.

Yo cogí del estante el primer libro que encontré para completar mi disimulo. Con el rabo del ojo seguí los pasos de la señora que se unía a su defendido para decirle lo fácil que el otro se pone bravo, parece que no tuviera cultura. El vendedor protegido asintió asombrado porque él sabe que el otro no tiene cultura.

De cualquier forma, volvió a sentirse en la librería esa quietud propia de los espacios llenos de arte. La misma que se percibe en los museos y en los teatros. Pero se trataba sólo de un receso, a la vuelta estaba el vendedor enfurecido, esta vez para decir en voz muy alta que ninguno de los dos sabe leer de verdad, porque son una pareja de mediocres que no ven más allá de las cosas. Entonces el núcleo se formó justo al lado de mí, y no me quedó más remedio que mirarlos para no parecer sorda. La señora de los cobros agitaba su melena lacia al impugnar su derecho a leer lo que me dé la gana, quién eres tú para catalogarme si ni siquiera estás evaluado de librero. Parece que no cabía ahí el recurso del intelecto, pues el vendedor que no está evaluado proyectó su rabia contra ella haciéndole muecas y burlándose de que en su casa no hay nada en orden y de que su marido la va a dejar porque ella sabe tanto que sabe a mierda. En ese momento me pareció oportuno dejar la librería, pero en mi apuro por salir de aquel campo de batalla cultural, dejé caer al piso el libro que me servía de amparo, que hizo un ruido sordo y quedó con las tapas en el piso y las páginas abiertas. Los tres miraron enseguida hacia él, luego hacia mí con desconfianza. La señora se agachó y lo recogió, cerrándolo para colocarlo en la estantería. Ese fue el instante más raro de la mañana, la de los cobros me miró con dudosa cordialidad y los vendedores se paralizaron a ambos lados de ella. Yo observé por primera vez el libro de cubierta roja y abstracciones tipo fin de siglo XX, sin atreverme aún a preguntarles: ¿Qué? Porque odiaba pensar que había elegido justamente el título por el que ellos se peleaban, aunque mi intuición me decía una y otra vez que en efecto, ese era el culpable.

La señora de los cobros tosió enderezándose un poco. El primer vendedor que habló fue el mismo que salió a coger aire. Me dijo algo que no puedo recordar en su totalidad, pero estoy segura de que incluía las palabras mi compañera de criterios, la que sabe leer, la que no quiere dejarse llevar por malas opiniones. Todas en suave y cariñosa dicción. El otro vendedor comenzó a reírse con grandes y ruidosas carcajadas que le hicieron perder el equilibrio y doblarse sobre la mesa de promociones. La señora reía, pero con total control de su forzada alegría. Llegó el minuto en que, al parecer, ambos se dieron cuenta de que reírse no bastaba y me llevaron hasta los asientos, me sentaron, se sentaron, iniciamos un diálogo que cuento entre los más absurdos de mi vida, y que en el supremo instante de gracia alcanzó estas frases:

Vendedor 1. Usted estaba allí, apoyándome en silencio, y eso es algo que mucho le agradezco. Diga por favor a estos dos compañeros que ese libro marca una manera nueva de contar, que cuando es necesario escribir, y perdone, la palabra pinga, se escribe, porque lo importante es salvar al personaje de una falsa orientación. Dígaselo para ver si al fin entienden que la literatura es la vida.

Vendedor 2. No pierda usted su tiempo con nosotros, que valoramos los libros según nuestros gustos, y no como otras personas (tono ácido) que lo que buscan es estar a la moda en todo. Si a usted le gusta ese libro, cómprelo; si le parece que le puede gustar, cómprelo, si le han dicho que es bueno, cómprelo; estamos aquí para vender. En cambio, si quiere oírnos a nosotros, no gaste quince pesos en un poco de palabras mal acomodadas y expresamente vulgares, que lo único que dicen es cómo se puede dejar de pensar bonito. Usted decide.

Señora de los cobros. Mire, yo sé que todo esto le parece innecesario, y lo es si al final usted se lleva el libro, pero si al contrario lo deja tranquilo en su estante, nosotros podemos decir que hemos evitado la divulgación de un título que nunca debió publicarse, porque ¡óigame!, hay que ver lo que se dice ahí y lo que se deja sin decir, que las dos cosas son importantes.

A mí, por supuesto, nunca me dieron la palabra. Pero, poco a poco, me había ido interesando en el libro, y los miraba tratando de ver la posible sinceridad de aquellos rostros conmovidos. Los tres me parecían espontáneos. Los tres me parecían exagerados. Pensé entonces en la terrible búsqueda de los escritores y de los lectores, y en ese soportar la incertidumbre que tanto he tenido que experimentar. Fue cuando decidí hacerles tres preguntas básicas: ¿Qué les molesta del libro?, ¿por qué lo leyeron completo si no les gusta?, ¿cómo pueden venderlo si les causa aversión?

Las respuestas fueron rotundas, a la primera mis supuestos adversarios contestaron que les molestaba la nueva onda esa de escribir cualquier porquería sexual y decir que era un libro. En la segunda respuesta había mucha profesionalidad: Para saber de qué nos quejamos. La tercera me anuló: No lo vendemos, se lo dejamos a él. Indicando, por supuesto, al vendedor 1.

No había nada qué hacer. Nada que añadir. Tenían bien clara su misión en la librería, y a pesar de que yo consideraba sus reacciones como propias de un estado de ventas no natural, ellos lo habían aprendido todo de los escritores. Leyéndolos llegaron a la conclusión de que hay que hacer catarsis públicas con aquellos asuntos que produzcan malestar. Efecto y causa estaban claros como la mañana. Es una lástima que yo sucumbiera ante la cara del vendedor que creía en el libro de tapas rojas. La ilusión va formándose siempre a partir de la compasión y del apego a lo más débil. Por eso salí de la librería con mi adquisición entre los brazos, deseosa de poder votar definitiva por uno de los dos juicios, y aquí estoy, presa del más absoluto aburrimiento y de la furia por haberme desprendido de una buena parte de mis retribuciones.

A mi lado, con las páginas cerradas, está el libro que protagonizó una mañana clara de agosto, esperando su turno para reingresar en otra librería que acepte los usos literarios, y los abusos. Es la desesperada situación que ofrecen como resistencia los lectores, ante las palabras con que entretienen su desesperación los escritores.

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