Saturday, December 26, 2009

Camarón encantado en China Town, de Jorge Carpio

“Tengo gran fe en los locos. Mis amigos le llamarían confianza en mí mismo”
Edgar Allan Poe

Era la hora del almuerzo y Li le dijo a Boni que iba al Tong Po Laug a comprar algo de comer. Se levantó de la silla y lo dejó solo con los libros y los discos. Si viene alguien preguntando por mí, dile que regreso enseguida, le recordó ella mientras se alejaba.
Boni asintió con la cabeza. Había llegado temprano a la librería y tenía hambre; también le hubiera gustado comprar comida en un restaurante pero no tenía dinero; era temporada baja y lo que ganaba apenas le alcanzaba para sobrevivir. Y para colmo, la policía había instalado cámaras en las puntas del boulevard del Barrio Chino, y jineteras y turistas habían emigrado a otros lugares más seguros…
Al rato, Boni vio salir a Li del Tong Po Laug con un plato humeante en la mano: había comprado una paella. En la medida que la joven se acercaba, sintió el olor de la comida y la boca se le llenó de saliva; esperaba que le brindara. Boni detalló en el color amarillo de los granos, y el verde chamuscado de los vegetales. Identificó los frijolitos chinos; le gustaban los frijolitos chinos. Descubrió un camarón encumbrado en medio de la montaña de arroz; era un camarón solitario, ovillado, que le daba un aire apetente y majestuoso al plato. De buena gana, Boni hubiera metido la mano y engullido el camarón. Pero no hizo nada; se quedó en silencio, sufriendo con los efluvios de la comida y tragándose su propia saliva.
-Mira –dijo Li, y señaló con el tenedor al camarón solitario-. ¡Qué bonito! -Agregó ella.
-Sí –respondió Boni.
-Lo voy a dejar para último –dijo Li. –O mejor no; lo voy a dejar en el plato. A ver si es un camarón encantado y nos trae algo bueno ¿Qué tú crees?
-De acuerdo –dijo él y miró con envidia al camarón solitario.
Boni dejó de pensar en la comida y miró para la entrada del boulevard. La gente caminaba hurgando con la vista en los restaurantes; los porteros le mostraban las cartas y pregonaban las ofertas. Frente a la librería uno hacía un pregón que a él particularmente le desagradaba: suplicaba que el Tong Po Laug era la Bodeguita del Medio del Barrio Chino y que ahí la cerveza costaba más barata. Aquí el turista puede hacer lo que desee, concluía el hombre.

Ahora Li comía más despacio; había devorado una buena parte de la montaña de arroz con vegetales. Y aunque Boni se entretenía mirando la gente que entraba al boulevard, de vez en cuando se fijaba en la paella. El camarón seguía intacto pero siempre en otra posición; por su cuenta, le había dado unas cuatro vueltas al pozuelo. Una de las veces que miró, Li lo sorprendió; ella también estaba preocupada, sabía que él tenía hambre; era posible que hubiera salido de su casa sin haber probado bocado alguno.
-No te preocupes, Boni, te voy a dejar algo; yo no puedo con todo esto. Pero no te comas el camarón, sabes. Creo que es un camarón encantado y nosotros necesitamos suerte –dijo Li.
Boni estuvo de acuerdo. Se alegró de que lo tuviera en cuenta. Con la noticia, las tripas le empezaron a hacer un ruido aparatoso; pero lo peor era que no podía comerse el camarón. No importa, se dijo; algo es algo; y dejó de preocuparse por la comida.
-Toma –dijo Li y le extendió el plato.
Boni comió con apetito. Cuando terminó, tuvo intenciones de tragarse el camarón; pero en ese instante se percató de que había cambiado de color. Recordó que al principio tenía una tonalidad rosada, salpicada de blanco, y ahora había alcanzado un rojo intenso como escarlata.
-Mira –le dijo sorprendido, y apuntó al camarón igual que había hecho ella.
-¿Qué? –respondió Li.
-Mira como ha cambiado de color –dijo él.
-¿El qué? –dijo Li.
-El camarón –dijo Boni.
-No le veo nada extraño; está igual –aseguró ella y viró la cara.
Boni no insistió. Pero en la medida que miraba al camarón, su nuevo color se hacía más intenso y hasta notó que se había movido. ¿Qué le estaba pasando? ¿Se le estaría inclinando el tejado, como le gustaba decir a su amiga Svetlana la rusa? Luego Boni pensó que no le contaría a nadie lo sucedido; jamás lo entenderían; la gente ordinaria podría imaginar que era una alucinación. Pero él estaba convencido de que sentía algo diferente, era como si flotara o lo invitaran a viajar a otros lugares. Entonces Boni miró a Li y se sorprendió aún más: podía ver las cosas que su compañera estaba pensando. ¿Qué es esto? La única respuesta que encontró fue que el camarón lo había conducido al cerebro de la joven. Todo podía suceder con el encanto de un camarón, pensó finalmente.
-¿Te pasa algo? –dijo Li.
Boni dejó de mirarla; se sentía mezquino al saber que podía conocer su pensamiento.
-No –respondió y se fijó en el portero del Tong Po Laug.
Tampoco quería saber qué pensaba aquel individuo vestido de amarillo y con un sombrero cónico, pero se horrorizó al ver la poca capacidad que tenía: en su cerebro fluían sólo un par de ideas. Y lo más alarmante era que tardaban demasiado tiempo en reaccionar. Boni encontró que tenía el cerebro verde como si estuviera podrido. Y él había aprendido en la escuela que la materia cerebral se componía de gris y blanca. ¿Cómo era posible que la tuviera de otro color? De pronto, en la mente del portero afloraron billetes; era como si se mostraran ante un proyector. Boni dirigió la vista hacia donde estaba mirando. Reparó que se fijaba en los transeúntes que entraban al boulevard. ¿Qué bárbaro?, pensó y llegó a la conclusión de que asociaba a la gente con alguna moneda. Supuso que su capacidad no sobrepasaba la de un chimpancé y sintió un poco de lástima por él. Pero a Boni le hubiera gustado que lo mirara, le encantaría saber qué tipo de dinero le correspondía. Seguro me ve estampado en pesos cubanos y para más detalles en billetes de a uno, pensó; y le resultó graciosa y a la vez patética aquella ocurrencia.

Hacía rato que había terminado con la paella. ¿Qué hago todavía con esto?, se dijo Boni al ver el pozuelo. Miró hacia el piso; buscó donde colocarlo. Se decidió por un rincón, al pie de la vitrina de los relojes, ahí estaría resguardado del paso de las personas; también era difícil que algún animal, con más seguridad los gatos, se acercara al camarón. Después inclinó la cabeza sobre la mesa donde exhibían los discos; se sentía amodorrado. Más tarde percibió que un hilillo de baba le colgaba de la boca y le caía en el regazo. Se quitó los espejuelos y se pasó la mano por la cara. Creyó haber dormido unos quince o veinte minutos; ya eran casi las dos. Ahora la gente salía de los restaurantes y se detenía en la librería. Boni había comprobado que en ese horario los turistas compraban libros del Ché y la Revolución; y los cubanos, horóscopos y folletos de santería. Casi siempre, hacía buenas ventas.
Más consciente del instante, Boni se fijó en Li y la vio atareada vendiendo discos. La joven despachaba y a la vez no le quitaba la vista de las manos a los clientes. Habían sido rodeados por un tumulto de personas. Los nuevos ricos, el hombre nuevo que sale a caminar La Habana las tardes de domingo, le gustaba pensar a él. Boni se irritó con la bulla que hacían; tomaban los CD; preguntaban a gritos los precios y discutían cuál era mejor. Entonces recordó al camarón. Miró para el pozuelo y lo vio en el mismo sitio. Se alegró: seguía fosforescente como al principio pero ahora el brillo contrastaba con la penumbra del rincón. Boni sonrió para sí. Se propuso indagar qué pensaba aquella gente insulsa. Dirigió la vista al grupo y entró y salió de sus cabezas. Vio más o menos lo que suponía: en unos, fragmentos de películas; en otros, conciertos de música, documentales del Discovery Chanel…; en la mayoría no encontró absolutamente nada, permanecían con la mente en blanco como si no existieran.
Hasta ese instante, habían tenido buena venta de discos pero no de libros. Boni empezaba a preocuparse; era probable que ese día no ganara dinero. Un rato después se animó al ver a un par de turistas; por el idioma supuso que eran alemanes. Andaban sucios y con peste a sudor. Esperó a que se detuvieran frente a la librería. Se acercó a ellos y le hizo la pregunta de siempre:
-¿Puedo ayudarlos en algo?
De momento los hombres no reaccionaron; estaban concentrados mirando unos pósteres del Ché. Boni repitió la pregunta.
-¿Sí? –dijo uno de los hombres.
Entonces él señaló los libros.
-¡Oh!, no, no –dijo el hombre y se quedó mirándolo serio. -No –repitió; pero esta vez en un tono áspero.
Boni no se molestó. Se fijó en el camarón y se propuso entrar en la cabeza del que había hablado, quería conocer cómo pensaban los extranjeros. Son personas igual. También se cuestionó que viajaban por el mundo. Entonces tienen que ser diferentes. Con mayor interés, se coló en la mente del turista. Primero observó su pelo rubio casi blanco y amelcochado como si hiciera días que no se bañara. Sintió una peste similar a la del Barrio Chino cuando se reventó la cañería de los restaurantes. Después se estableció en uno de los hemisferios del cerebro del hombre; no identificó si en el izquierdo o el derecho. Tenía esperanzas de encontrar imágenes con los encantos de la ciudad como proponían los anuncios publicitarios; en cambio, no vio nada en concreto; más bien tropezó con un cúmulo de ideas que no logró comprender: estaban en alemán. ¡Qué malo!, exclamó. Sin embargo, al contemplar una medalla hebrea, el turista pensó algo que Boni sí entendió: Ich haben hunger, se dijo el hombre. Yo también tengo hambre, se dijo él.
Todavía apesadumbrado, Boni vio alejarse a los alemanes sin que compraran nada. Acto seguido, entraron en la Parrillada, el restaurante vecino de la librería. Se alegró; creía que ese sitio diseñado como un comedor obrero era el lugar ideal para aquellos imbéciles.

Ya era media tarde y El Barrio Chino se mantenía tranquilo; sólo los niños de los alrededores correteaban por el boulevard. Boni pensó que la gente estaba perdiendo el hábito de leer. El mundo cambia, se dijo con nostalgia. Entonces recordó a los alemanes. Sintió desprecio por ellos. Igual recordó que se habían fijado en los pósteres del Ché. Él también los miró. Tuvo curiosidad por conocer el pensamiento del Ché. Se decidió a hacer la prueba y escogió la famosa foto de Korda que había recorrido el mundo. Pero no encontró ninguna idea: todo se mantenía en blanco y negro. Repitió la operación. Creyó que había perdido el encantamiento y se sintió frustrado. Después, más tranquilo, pensó que los camarones encantados no penetraban la mente de los difuntos. ¿Si otra persona ha sido encantada y descubre que pretendo conocer la intimidad de un héroe?, se preguntó Boni. Con disimulo observó a su alrededor pero nadie se fijaba en él; sólo Li se había vuelto para mirarlo.
-Esto está malo –dijo ella y dirigió la vista hacia los libros.
Boni no respondió. No le gustaba esa frase. Renegaba de Niurka, la florera, que entraba al boulevard lamentándose: esto está malo, era su bocadillo de presentación.
-Te pareces a Niurka –dijo él y sonrió.
Li le devolvió la sonrisa.
.
Los pajaritos del boulevard chillaban al mismo tiempo como en un gran concierto: la pajarera era una sinfonía anárquica, pensaba Boni.
-¿Qué hora es? –le preguntó a Li.
-Seis menos diez –respondió ella.
Entonces miró al camarón y encontró que los pajaritos entonaban melodías nostálgicas; como si recordaran el lugar de donde los habían traído. Boni sintió deseos de romper las jaulas, pero desistió. Se fijó en uno que permanecía en silencio, taciturno, y quiso ver qué pasaba por su cerebro. Paradójicamente era el más alegre. Se entretenía analizando su condición de pájaro prisionero; se alegraba de estar en una jaula segura donde todos los días un empleado le echaba comida; se había convencido de que era peligroso vivir en libertad. Si salgo de aquí me comen los gatos, se repetía el pajarito como si concibiera una consigna. Boni lo aborreció; recordó momentos pasados de su vida. Entonces miró para encima de la pajarera y vio dos gatos; parecían familia; eran blancos con pintas negras. Uno estaba tirado sobre el latón que hacía de techo en forma de pagoda; se lamía una pata y se la pasaba por la cara y por detrás de las orejas. A veces cerraba los ojos y dormitaba. El otro estaba sentado sobre las patas traseras. Boni entró en la cabeza del primero. El animal se entretenía contemplando imágenes que él mismo inventaba:
Infinidad de gatos sentados sobre el muro del Malecón miraban el horizonte como si buscaran algo perdido. A menudo saltaban sardinas del mar y caían directamente en sus bocas. Los pescadores habituales, envidiosos, intentaban abrirse paso entre la multitud de gatos pero ellos no lo permitían. Cada vez que uno se acercaba cerraban filas. Boni tituló esa ensoñación: Rebelión felina. Y le agradó que aquel animal insignificante estuviera inmerso en semejante delirio. El otro gato estaba concentrado en los pajaritos. Se imaginaba que los cazaba en el aire como si fuera un tigre volador. Boni no le dio mucha importancia a aquel espejismo; le pareció pedestre. Muchas veces, había pensado que él era como los gatos; le encantaban los mariscos y también era huraño, y se había imaginado subido en los tejados.

Más tarde, casi al anochecer, Boni vio a América y a Caridad que entraban juntos al boulevard. Conversaban. Se fijó en el hombre y pensó que no era un negro común; se le pareció a un abisinio con la barba hirsuta. Caridad miró para la cámara que la policía había instalado frente al restaurante Pacífico. La mujer se le acercó a América y le dijo algo al oído. Boni vio cuando él guardó en el bolsillo del short pant dos cajas de cigarros Malboro. Después, ya frente a la librería, lo saludaron: América le puso la mano en el hombro y Caridad lo besó muy cerca de los labios.
-¿Cómo va la cosa? –dijo América.
-Normal –respondió Boni y miró el camarón.
-¿Qué hay, nene? –le dijo Caridad.
Esta vez, Boni no habló, se limitó a mover la cabeza: ahora que estaba encantado podía saber qué sentía ella cuando cerraba los ojos y gemía debajo de él. Pero en ese momento, prefirió entrar en la mente de América. Al principio se sintió confundido; después se fue adaptando a su dualidad de pensamiento. Pensamiento binario, se dijo Boni, y comenzó a saltar de una idea a la otra: son of a bicht, y al mismo tiempo, hijo de puta, pensó América mientras se veía por una calle de Manhattan y una de Centrohabana a la vez. El hombre combinó marihuana con campanilla, güisqui con ron, automóviles a una velocidad aparatosa con bicitaxis que subían lentos por San Nicolás; el amotinamiento de la cárcel de Atlanta con el andar cansino de algunos habaneros. América también pensó en Boni: lo asoció con un sacerdote de una iglesia católica de Queen; con un sargento de la Armada; con un Jonqui de North West Harlem; con un usurero de Greenwihg Village; con un anacoreta de la rivera del Hudson; con un violador de Central Park… Boni se alegró de que al pensar en él, América rompiera su binarismo habitual y lo asociara con semejante multitud.
-¡Qué bien, América! –dijo y le dio una palmadita en el hombro-. Uno de estos días nos vamos a beber una botella de ron.

Poco después, las guirnaldas de los restaurantes hacían brillar el boulevard; comenzaba el horario de comida y de nuevo el movimiento. Ahora sí debo vender algo, se dijo Boni, y quiso estar preparado para ajustar los precios con los clientes. Miró al camarón; esta vez durante un rato más largo, consideraba que así le duraría más el encantamiento. Pero nadie se acercó a la librería; pasaban y miraban y se colaban en alguno de los restaurantes; después salían hurgándose los dientes; y la mayoría llevaba para la casa bolsas con los restos de la comida. Durante ese tiempo, casi cuatro horas, Boni penetró infinidad de mentes.

Eran casi las once cuando Boni se recostó al espaldar de la silla y cerró los ojos: vio un montón de estrellitas que aparecían y desaparecían.
-¿Te sientes mal? –le dijo Li.
-No –respondió él.
-Vamos a cerrar –propuso ella.
Boni se levantó y se quedó un rato de pie. Estiró el cuerpo. Después miró para el pozuelo pero lo vio vacío.
-¿Y el camarón? –casi gritó Boni.
Li se sobresaltó; lo miró asustada.
-No sé –balbuceó ella.
Boni recogió el pozuelo y se lo acercó a los ojos. Cuando se cercioró de que el camarón no estaba, sintió una soledad inmensa; era como si hubiera perdido a un amigo entrañable. ¿Había sido nuevamente abandonado? ¿Sería posible que todos, incluyendo el camarón, se fueran? Ahora, para colmo, tampoco podría saber qué pensaba Caridad mientras le hacía el amor. Entonces vio a la perra Canela echada sobre la acera; lo miraba con la cabeza inclinada y había abierto la boca como si sonriera. ¡Caramba!, dijo, y se lamentó de que no hubiera venido cuando estuvo encantado; a él le hubiera gustado conocer qué pensaba; creía que era una perra bonita aunque tenía los ojos tristes. Boni se agachó junto a Canela, también sonrió, y se quedó un rato acariciándole la cara.

Uno de invierno, de Alex Fleites

Iba por la esquina que forman las calles 10 de Octubre y Tamarindo, cuando sentí que desde enfrente el hombre me hacía señas. Estaba, desconcertado, en plena vía. Toree una guagua y una rastra que remontaban la loma con asmática dificultad. El viento frío de la tarde jugaba con las hojas caídas de los árboles sobrevivientes en la avenida. Tendría unos 70 años y no se veía precisamente abrigado, a pesar de la humedad. Lo ayudé a subir a la acera su silla de inválido. Luego me pidió que lo izara en brazos hasta el portal, justo a las puertas de La Diana, un sitio con poca luz, de paredes renegridas, abarrotado de seres atrabiliarios y torvos. Volvio a acomodarse en la silla y me sonrió como disculpándose. “Voy a tomar un poco de sol”, dijo. Y entró al bar.

Nimiedades, de Elena Molina

Mañana:
1. (De) (en las) mañana(s), cuando aun esta oscuro, puedo oír por las persianas el ruido del radio(s), despertadores, gallos, claxons (de carros) y gritos. Si me asomo no veo a nadie y todas las ventanas están oscuras. Solo brilla el neón de la calle, y es imposible que todo eso venga de allí. si (a veces) me despierto (en medio de la noche), se que no es (de) mañana por (los ruidos/son otros) (que) (el) –silencio...- (sin embargo miro mi despertador.)

2. en las mañanas, cuando aun esta oscuro, puedo oír por las persianas el ruido de radios, despertadores, gallos, claxons de carro y gritos. Si me asomo no veo a nadie y las ventanas están oscuras. Solo el neón en la calle, y es imposible que todo venga de allí. a veces me despierto en medio de la noche, se que no es de mañana por los ruidos, el silencio. (sin embargo miro mi despertador.)

Reloj:
1. El reloj despertador tiene una pantalla lumínica en donde parpadean las horas, cuando suena. Cuando no esta la hora, el bombillito que indica AM o PM brilla mas, y se nubla cuando viene, brilla otra vez, la hora. Puedo estar tiempo mirando este juego e intentando discernir si se nubla solo o es la luz de la hora la que lo opaca.

2. El reloj tiene una pantalla lumínica, donde suena la hora, cuando parpadea. -Si-, -no-, esta el despertador, el bombillito que indica PM o AM brilla mas, y se nubla cuando viene, otra vez, brilla la hora. Puedo estar tiempo mirando este juego e intentando discernir si se nubla o es la luz de la hora que lo opaca.

Tejido:
1. Hoy llevo (mi) (ropa) tejida (blusa/pulóver) hace fresco. Llevar ropa tejida es (un sentimiento) suave, agradable, huele bien. Me gusta (mi ropa tejida).

2. Hoy llevo (mi) (ropa) tejida (blusa/pulóver) hace fresco. Llevar ropa tejida es (una sensación) suave, agradable, huele bien. Me gusta (mi ropa tejida).

Mama:
1. La madre de jorge se para en la puerta y una cosa y otra le dice. Todo (solo) lo que puedo entender (entiendo) es “oye”, entre frase y frase. Si me duermo (adormezco) parece el clic de un disparador.

2. La madre de jorge se para en la puerta y le dice una cosa y otra. Todo lo que entiendo, es, “oye, oye”, entre las frases. Si me duermo (adormezco) parece el clic de un disparador.



Problema:
1. (el problema son los libros) (aparecen) por todas partes en pilas de polvo. (están) y desaparecen, caen. A veces un libro parece otro o me lo recuerda, por eso cuando (resulta) se parecen a si mismos (ya) desconfío. Tengo una sombrilla abierta muchas (veces) van a parar a ahí, caen. El (lío) (problema) es el tiempo.

2. (el problema son los libros) (están) por todas partes, en pilas de polvo. (aparecen) y desaparecen, caen. A veces un libro me confunde, y resulta ser otro (o lo recuerda), por eso cuando se parecen a si mismos, desconfío. Tengo muchas sombrillas abiertas (a veces) van a parar a allí, caen. El (lío) (problema) es el tiempo.

Taller Nacional, de Johan Moya Ramis

A Charles Bukowsky

Me había dado por ser escritor y los invité a todos a casa: Cabrera Infante, Carpentier, Lezama, Virgilio, Severo Sarduí, Reinaldo Arenas y algunos otros. La bulla era grande en el portal. Yo los escuchaba desde la puerta, no me atreví a mezclarme con ellos. Mis viejos estaban sentados en la sala viendo la novela ¿Hasta cuando es esto? dijo mi madre. Necesito escuchar lo que dicen, contesté. ¡Pero si lo único que hacen es hablar mierda!, protestó mi padre. Virgilio se asomó por la puerta y le hizo un guiño al viejo, que gritó: ¡lo último que me faltaba, yo no crié un hombre para que fuera maricón!! ¡Déjenme oír la novela, cojones!, gritó mi madre. En eso entró Lezama, fue hasta la cocina y se comió media cazuela de chicharrones. Pobre hombre, dijo la vieja, antes de irse recuérdame darle un régimen de dieta, buenísimo. Hay uno allá fuera que nos va a buscar problemas con el C.D.R, alertó mi padre. Debe ser Reinaldo, dije, es inconforme pero inofensivo. ¿Quién ese que habla tan enredado; no se le entiende ni lo que dice? preguntó mi madre. Carpentier, contesté. En eso entró Severo con cara de aburrimiento. Necesito un teléfono, dijo. ¿Qué pasó? Reinaldo se dio un tiro en la cabeza ¡Y yo que limpie el portal esta mañana!, se quejó mi madre. La culpa es tuya, por consentir a este en todo, dijo mi padre apuntando hacia mí. No dije nada. Me levante y acompañé a Severo hasta el teléfono publico de la esquina.

Las selvas de la noche, de Félix Lizárraga

And the forests will echo with laughter
Led Zeppelin, “Stairway to Heaven”

I
“La casa está sellada. ¿No ve el sello?”
Dijo una muchacha de voz suave, asomada a la otra puerta.
“¿Él ya no vive aquí?”
La muchacha lo escudriñó atentamente desde el castillo de su puerta entornada, el escrutinio se sentía aunque no se vieran sus ojos, pues su rostro era apenas conjeturable en la herrumbrosa claridad dada al rellano por una única bombilla carcelaria.
“Usted es Elio, ¿verdad?”
“Sí”
“Pase”
Dijo la muchacha, retrocediendo un paso.
“No, si yo sólo vine a dejarle esto, es una camisa que me prestó”
“Pase”
Repitió la muchacha, en idéntico tono, como quien no ha oído,
“Él dejó algo para usted”
La sala era larga y terminaba en un balcón pequeño, ahora cerrado, igual que la ventana; cortinas y porcelanas la suavizaban, prestándole algo de su fragilidad. No había espejos.
“Siéntese”
En la grabadora alguien susurraba algo en inglés con una voz ardorosa y grave, que la muchacha se apresuró a cortar.
“¿Ese no es Eliseo?”
“¿Quieres té? Ya está hecho”
Era una pregunta retórica, porque la muchacha ya estaba en la cocina. La bata de un azul desteñido y el pelo escobillado en un moño azaroso no alcanzaban a afearla, pero una curiosa mezcla de altivez y fatiga la hacían parecer tal vez más vieja. No demoró nada en servir el té, que trajo en tazas con sus platillos, humeante y ambarino.
“¿Te gusta dulce o con poca azúcar? ¿Así? ¿Dos cucharadas?”
La muchacha se echó cuatro, rebosantes.
“A mí me gusta bien dulce. Lástima no hay limón”
“No importa”
“Café no tengo, mi tía no ha traído. ¿Está bueno así?”
La muchacha sorbió despacio, cuidadosa. Sentada, la bata revelaba al ceñir sus caderas que no era tan delgada como había parecido. Las manos de ella, al servir el azúcar o apretar una tecla o sostener un platillo de loza, lo mismo que sus menudas observaciones sobre el azúcar o el limón, mostraban a la vez esa delicadeza minuciosa y un poco artificial que es encanto emblemático de la feminidad, y la ausencia de quien ejecuta mecánicamente un acto ceremonial.
“Vas a quemarte”
“Es que estoy apurado”
La muchacha lo miró, con los ojos vacíos de quien es interrumpido en mitad de un trabajo complicado e intenso. Puso su taza sobre la mesita, casi en el borde, y se alzó de su silla en un movimiento largo y grácil como una ola. Al regresar puso en sus manos un paquetico de forma indefinida, que parecía contener algo duro e irregular al tacto, envuelto en papel oscuro y atado con un cordel que sujetaba, además, un sobre. Volvió a su puesto pero no se sentó, dejó posarse las dos manos sobre el respaldo y lo miró desde allí.
“Él dejó eso para ti”
El sobre estaba cerrado; sólo traía su nombre, escrito a máquina.
“Se fue de viaje, ¿no?”
La muchacha negó con la cabeza.
“Murió”
Lo dijo con la misma ausencia delicada con que brindaba el azúcar.
“Pero...”
La muchacha se deslizó en su silla y volvió a coger su taza, con las dos manos, dejando el platillo en la mesa.
“Pero, ¿cómo ocurrió?”
“Hace nueve días. Se suicidó”
“Ah”
La muchacha volvió a sorber su taza y dijo sin mirarlo:
“Estás arrugando el sobre”
“¿Cuándo fue?”
“El otro domingo”
“¿El domingo? Pero si yo lo vi ese sábado... Tomamos juntos”
“La tarde del domingo, me dio esto. No lo vi más. El lunes, por la noche, yo entré con mi llave y lo encontré”
Sumarió la muchacha.
“Y tú lo viste el sábado, seguro”


II
Su mano viene al encuentro de su mano, borrosa en el cristal: empuja la puerta, y lo envuelve el aire enfriado, denso, sahumado de cigarros; las bruñidas maderas de la barra que acogen sus codos reflejan turbiamente la escasa luz rojiza.
“Dos sangrías, Pepe”
Oye decir al cantinero más delgado y menos calvo que se le acerca con su lazo negro. Pide un cubanito, y encuentra en el largo espejo que corre por sobre la hilera de botellas de alegres etiquetas su rostro y parte de su pecho en triángulo, recortados en la espesa penumbra como esas cabezas de césares romanos. Se toca el pelo húmedo, y es entonces que advierte de dónde viene la mirada que ha sentido sobre sí desde que entró: al otro extremo de la barra, desconocido, un muchacho de camisa de lienzo blanca. Piensa que será algún pájaro, y regresa a su busto en el espejo ahumado, mientras la voz de Barbra Streisand asegura algo con agudos celestiales, disolviéndose deliciosamente en el sabor picante, el oscuro espesor del tomate en la lengua, el calor del ron que desciende por su garganta y se propaga, despacio, como un pulpo que se despereza.
“¿Te gusta la sangría?”
Pregunta alguien a su izquierda: de cerca, la camisa no es de lienzo ni blanca, es de algún color claro, tal vez verde.
“No es sangría, es cubanito”
Responde secamente. El cantinero gordo de la cara de morsa viene hacia el de la camisa clara.
“No había podido saludarte, primo. ¿No trajiste a Solángel?”
“Hace días que no la veo”
“Pero si viven puerta con puerta”
“Así es la vida”
“Tú como siempre, primo. Quieres otra, ¿no?”
“Claro, Pepe. Yo vengo aquí nada más por las sangrías de Pepe... Tú vienes poco aquí”
Explica brevemente su prólogo: ella, la de esta noche, que no vino a la cita, o vino tarde, la lluvia aprisionándolo en los portales, el bar descubierto y aceptado como remanso. Una cajetilla golpetea con levedad su brazo.
“No fumo, gracias”
“Te diré lo que todos los fumadores: haces bien”
“Pero todos siguen fumando”
“Siempre”
Dice el otro, y sus dientes relampaguean en la penumbra, mientras exhala el humo,
“Es como los médicos, esos eternos demagogos que nos mandan hacer lo que no hacen. Pero todo hace daño”
“No, no todo”
“¿Qué no lo hace? ¿El cigarro, el chocolate, el sexo en soledad o compañía?”
“El deporte, por ejemplo”
“Lo defiendes porque evidentemente lo haces. Pero, ¿y las lesiones musculares? ¿Y la hipertrofia cardíaca? Es lo mismo que si me dijeras la cultura, leer por ejemplo. Mucha cultura, miopía segura. No te rías, es verdad”
“No seas tan pesimista”
“¿Por qué pesimista? Y si lo fuera, ¿por qué no? Es mucho peor el optimismo tonto, sonreidor, de tanta gente”
“Pensando así, no daría gusto vivir”
El otro ríe, relampagueante.
“¿Quién dice eso? Precisamente hablo así porque me gusta vivir. Pero no me dirás que el ron no hace daño, y tú lo tomas”
“Yo tomo a veces, con medida”
“Eso sólo significa que te envenenas con medida. Claro que los placeres no hacen tanto daño como los deberes. ¿De qué te ríes? Los placeres son al menos sinceros, nos previenen. Los deberes se nos presentan como la pura salud, su daño se hace en silencio y se advierte a la larga, cuando ya no hay penicilina que lo ataje”

III
La muchacha lo miraba.
“Yo estudié con él. En la escuela de arte”
“¿En el mismo año?”
“No, yo estaba un año más abajo. Además, no llegué a graduarme... Hacía mucho que no nos veíamos”

IV
“Pues por mi madre que no te conocí”
Vuelve a decir mientras el otro hace chasquear vanamente el interruptor.
“Mierda, es verdad, por la tarde me llevé los fusibles”
“Yo te los pongo. ¿Dónde los tienes?”
“En el baño ha de haber”
“¿Cómo en el baño?”
“El botiquín”
El fósforo hace aparecer un lavamanos con algo de jofaina. Brilla el espejo desazogado.
“No hay”
“¿Miraste bien?”
“Hombre. Mira tú mismo”
“Aquí hay uno. Mira, hay más”
“Esos están quemados”
“Tienes razón. ¿Y para qué los guardas?”
“No sé. Siempre guardo los fusibles quemados con los sanos”
“Por eso hay tantos... Y ni uno bueno”
“Deja. Voy a encender la vela grande que hay en la sala”
La vela chisporrotea y luego alumbra en calma, los espejos multiplican su luz crepuscular. Es una especie de torre irregular, de estalagmita hecha con la cera de muchas velas, de colores que se resumen en amarillo y rojo, con dos mechas, a la que sirve de candelabro un gran cráneo bovino, de astas truncas. La sala tiene tan pocos muebles que parece enorme.
“Voy a abrir el balcón, o la ventana”
Se recuesta en una especie de chaiselongue grande y curva y cómoda, de felpa estropeada, mientras se abre la camisa.
“Ve destapando la botella, o pon la grabadora. Por suerte, tiene pilas”
Mientras golpea la botella por el fondo para que salga el corcho, en la grabadora alguien susurra con una voz antigua y conmovida,
“Va mas allá del poema, consigue... la presencia misma del tigre... Tyger! Tyger!... Burning bright... In the forests of the night...”
El otro deja los vasos en el suelo y se apresura a hacerlo callar.
“¿Qué era eso?”
“Es Eliseo Diego, el poeta... Fue la única vez que hablé con él, y no pude resistir la tentación de grabarlo sin que lo notara. ¿Quieres oír Deep Purple?”
“Sí, claro”
El otro parece algo avergonzado, por primera vez. Irrumpe la voz ácida de Ian Gillan, galopando,
“Black night!... Black night!”
El otro se sienta con su vaso en el suelo, sobre algo que tal vez fue un cojín.
“He vendido demasiados muebles, como ya habrás notado”
“So bright!... Black night!”
“¿Tú vives solo?”
“Mi padre se fue hace años, mi madre vive con mi abuela, mi hermana se casó...”
“El viejo tuyo era pintor también, ¿no?”
“Y ceramista. Ahí está el horno, en aquel cuarto, el taller. Lástima no haya luz. Yo hago cosas en él, a veces. Aunque prefiero pintar. ¿Por qué no terminaste la escuela?”
“¿Y cómo sabes que no la terminé?”
“Creo que alguien me lo dijo”
“Fue el año después que te graduaste. Un fraude que cogieron. Nos botaron a tres: a Mauro, a Kindelán y a mí”
“Ese negro Kindelán era bruto... Pero, ¿cuál era Mauro?”
“¿No te acuerdas? El trigueñito, el que hacía pesas conmigo y con Blachito, Bladimir... Uno que andaba siempre detrás de Lucy, antes de que fuera jeva tuya”
“Ya”
“¿Y Lucy? ¿No seguiste con ella?”
“Eso fue una tragedia, cuando me mandaron para Oriente. Me escribía casi todos los días. Cuando volví estuvimos un tiempo, después nos separamos. Ella se casó, tiene una niña, está gorda... Lo mejor del caso es que la niña es mía. Aunque mejor no hablamos de eso”
“Yo no me acordaba de ti al principio. Me acordé cuando me hablaste de Lucy. A Lucy la enamoró toda la escuela, uno por uno, y nada. Mauro estaba loco por ella, el pobre. Y yo, en cierta forma, también. No es que fuera linda, las había mucho mejores, y era más bien flaquita. Pero tenía algo”
“Si la ves ahora, no la conoces”
“¿Está tan gorda?”
“Sí, eso también, pero no es sólo eso. Es el carácter, la mirada. Es otra... Yo la pinté hace poco, de memoria, tratando de recordar a la que era”
“¿Tienes el cuadro ahí?”
“Sí, en el taller”
“Déjame verlo”
“¿Sin luz?”
“Déjame verlo, anda”
Es Lucy, aun en el tembloroso crepúsculo de la vela: es Lucy, sus hombros delgados en el óvalo del cuadro, su manera de echar atrás la cabeza, sus largos párpados, esa mano que oculta o acaricia o señala el arranque del seno; incluso los azules con que ha sido pintada son de algún modo Lucy, misteriosa, secreta, pero inconfundiblemente.
“Déjame ver aquéllos”
“No, no, basta. A la luz de la vela, todos parecerán de La Tour”
Mira uno donde un cangrejo agoniza bajo una luna roja, pero apenas puede entreverlo porque el otro le echa una tela por encima.
“Ya habrá tiempo de verlos. Vamos”
El destello dorado de una cerámica entre otras atrae su atención. Es una figurilla de barro vidriado que representa a un adolescente, alargada en las piernas que trotan o danzan, ensanchada bruscamente en el torso, de brazos como en triunfo, minuciosa hasta en los cabellos que revuelve el aire, pero sin rostro, con sólo una ciega superficie brillante en vez de rostro.
“¿Por qué sin cara?”
“Es el Sol”
“Pero, ¿por qué sin cara?”
“Es el Sol”
Repite el otro, sonríe y se encoge de hombros, y parece recónditamente divertido, como casi todo el tiempo,
“Vamos, es pecado mirar al sol cuando es de noche”


V
“Y tu lo viste el sábado, me dices”
“Sí, tomamos juntos”
“¿Aquí, en su casa?”
“No, en la calle... Y después en la casa”
“¿Y no te dijo algo, alguna cosa, que trasluciera lo que iba a hacer?”
“Nada, no. Si no puedo creerlo”


VI
“Qué calor tengo ahora”
“Es el ron”
“Qué ron, ni ron, si no hemos tomado nada”
“Ya casi acabamos la botella”
“Pues abre la otra”
“Tú te quieres morir esta noche”
“Yo no me muero tan fácil”
Termina de quitarse la camisa sin alzarse del gran mueble afelpado.
“Compadre, y qué milagro que usted se acordó de mí”
“¿Por qué?”
“Hombre, no sé. Tú eras el jevo de Lucy, y tenías fama de filtro, de buen pintor, qué sé yo. Yo ni siquiera era especialmente barco, era un barco normal”
“¿Y las veces que jugamos voleibol, no te acuerdas? Siempre en contra, claro, los de tu año contra los de mi año”
“Coño, claro que me acuerdo. Tú eras siempre el mejor rematador”
“No jodas”
“Coño, verdad que sí. Lo que sudaba yo tratando de parar los remates tuyos”
“Tú ves, ya estás borracho”
“Borracho estás tú, mira que te vas a virar el vaso encima”
“Ssh, déjame oír un momentico. Esa canción...”
“Es Deep Purple, ¿no?”
“Crimson joy”
“Qué King Crimson, eso es Deep Purple, viejo”
“Si, coño, pero en la canción dicen algo como crimson joy».. Lástima yo sea tan duro de oído para el inglés... No, es crimson skies”
“Marmelade skies”
“Eh, tú sabes inglés”
“Lucy in the Sky with Diamonds!”
“Ssh”
“Lucy in the Sky with Diamonds!”
“Deja oír, anda”
“Lucy in the Sky with Diamonds!”

VII
“Y... ¿Cómo...?”
La muchacha no necesitó que le fuese concluida la indecisa pregunta. Dejó la taza en el platillo y se quedó mirándola, entrelazando lentamente los dedos, como si buscase su reflejo atrapado en el ámbar del té.
“En la bañadera... Vestido...”
“¿Vestido?”
“Sí... Tenía puesta una camisa negra, que no le conocía”


VIII
“Sweet child in time...”
La vela dura aún, entre los cuernos truncados, cristalina y goteante como una estalagmita, roja y dorada, dorada y rutilante como la estatuilla sin rostro, ardiendo en doble llama. La esperma ha comenzado a rellenar las grandes cuencas huecas.
“You better close your eyes...”
Ha cerrado los ojos, pero no duerme. La voz de Ian Gillan comienza su imploración in crescendo, como la interminable mecha ardiendo, empapada de ron, de una bomba a la que estuviéramos atados. No abre los ojos, ni aún cuando siente que la mecha está ardiendo en su ombligo. El erizo helado de la sorpresa no es el de la sorpresa, es la doble sorpresa de no ser sorprendido. Su cuerpo está allí pero no está, no es su ombligo ése sobre el que ha descendido la llama de una lengua. El treno de Ian Gillan tiembla, se empavora, es Ian Gillan quien recibe esa húmeda quemadura, es Ian Gillan quien muerde despacio en esa carne. Nada se mueve, nada existe en la noche sino la voz de Gillan.
“Oh Lord, I beg Your help...”
Va ascendiendo, apremiando, chisporrotea, va machacando las palabras hasta vaciarlas como cráneos cascados, las va largando a trozos como una cáscara. La voz de Ian Gillan se va alzando desnuda, se yergue un puro grito, dorado, llameante, cristalino.


IX
“¿Te sientes mal?”
Preguntó la muchacha.
“Léela más tarde, en tu casa, no tienes por qué leerla aquí”
Tembló casi la voz de la muchacha, los ojos muy abiertos, iniciando un movimiento como para impedir que el sobre fuese rasgado, pero ya era tarde. El papel, fino y muy bien plegado, estaba escrito a máquina.


X
Espero que al recibo de esta carta estés bien. Yo... Bueno, no estaré. Que un muerto escriba cartas, no es usual; imagino que recibirlas será incómodo. De cualquier modo, creo deberte ésta. Quiero que estés seguro de que no tienes nada que ver en esta muerte, pese a lo que parezca.
Los designios del Eros son inescrutables, e ignoro por qué, hará de eso tres años, precisamente tú o tu cuerpo (¿te buscaba yo a ti en tu cuerpo, buscaba yo tu cuerpo en ti?) tu cuerpo entre los otros o tú entre los demás se me enterraron como un escalofrío. Ahora, desde la muerte, eso me es más oscuro todavía. Lo peor de todo era que no se trataba ni siquiera de ti; tu inocencia, tu indiferencia o tu inconsciencia no eran lo terrible, sino el hecho de que lo que yo buscaba no era tu cuerpo o tú, sino algo que parecía haberse escapado de mí y haberse ocultado en tu ajenidad; mi propia ajenidad, por decirlo de alguna forma, me acechaba, agazapada en ti, desde el contorno de tu pecho o tus manos, tu manera de volver la cabeza o parar un remate. Es por eso que preferí entonces no acercarme, tal vez; lo cierto es que no lo hice...
Pero te agobio con esta carta que no entenderás, que apenas te concierne, que sólo te dirijo en apariencia; hasta después de muerto sólo consigo alargar esta mano hacia mí mismo, Sócrates encontrando a Sócrates en el umbral y Judas al cabo de sus pasos hallando sólo a Judas. En fin, ¿cómo probarte mejor que no has tenido parte en esta muerte, que es solamente mía?
En cierto modo, te he engañado. Creíste entregar algo tuyo, y devolvías en realidad lo que, ignorándolo, me habías arrebatado; lo que sin tú saberlo había yo, sin querer, depositado en ti. Creíste hacer un regalo, cuando pagabas una deuda. Pero (como Adriano diría) “ninguna caricia llega hasta el alma”.

Soy el más misterioso de los dioses.
Soy la Luna y el Nilo; y en la sombra
De cada noche el Sol que luce y nombra
Desciende a mi mansión, que no conoces.
Como el caballo ante el oscuro toro,
Primero nos miramos; lentamente
Vase uniendo la frente con la frente
Y somos uno en la tiniebla de oro.
Al fundirse lo alto en lo profundo,
Cima es la sima, soma es soma, y somos
El alma unida que gobierna al mundo.
Thoth el Escriba anota cada pura
Orden que lanza el monstruo de dos lomos.
Y arde el ojo del tigre en la espesura.

Sea como sea, la deuda está saldada. Perdóname el haberte inmiscuido.
Quema esta carta.
Osiris

XI
En los cuartos, adonde tras una vaga disculpa la muchacha había entrado, no se escuchaba nada tras la cortina azul. Los dos paquetes, el suyo y el del otro, no pesaban, y con ellos bajo los escalones, donde la oscuridad trajo a su memoria el vago despertar, la vela apenas un rescoldo, la cera derretida mirándolo desde las cuencas del cráneo con unos ojos extraños, bulbosos, facetados, el sobresalto de encontrarse desnudo junto a ese otro cuerpo durmiente, el recuerdo alarmado e impreciso de lo ocurrido, la fuga silenciosa hacia un amanecer de ceniza revelándole que se había puesto la clara camisa del otro,


XII
En esos mismos escalones oscuros que ahora sube, advirtiendo, con un terror secreto, el desroscarse de su carne en la sombra, mientras llama a la puerta.

Medio minute de silencio occidental, de Lia Villares

Taba: Astrágalo (hueso del talón) Lado de la tabla opuesto a la chuca. Juego que consiste en tirar al aire una taba de carnero, y en el cual se gana si al caer queda hacia arriba el lado llamado carne, se pierde si es el lado llamado culo, y no hay juego si son la taba o la chuca.

¿Tiene tinta? Poco.
El día se acerca a hurtadillas como un leproso.
Dice Miller que Dios no ha muerto. Queda ósmosis en alguna parte. Todavía. Algo de articulación.
Y luego nuevamente este estar consigo mismo.
Estos mutismos.
Este ser acosado.
Me acuesto. La acción se repite ad infinitum.
Dos veces cuando más Gottfried Benn: pardo oscuro femenino (sucio) trastabilla sobre pardo oscuro (sucio) masculino:
Sujétame, tú, caigo. Estoy tan cansada en la nuca…
Para que sepas, también son días animales los que vivo. Soy otra hora de agua.
En las tardes mi párpado desdescansa como bosque y cielo.
Tomando té, comiendo arroz… mi tiempo llega con traje de panadero trasnochado en el doble turno.
Órgano táctil no. ¿Eres alegre, estás triste… eres triste, estás alegre?
Como volutas de polvo o ceniza esparcida las ideas no dejan trazo de traza.
Torrente de paso, tormenta desértica de sal. Aprovecho los pétalos para hacerme un iglú a la hora anciana, resplandor que no me ciega menos.
Aletargamiento estéril contemporáneo, me concedo medio minuto de silencio occidental.
Nada que hacer, nada que ver, en mis audífonos Charly es lo que está pasando.

(Sólo el silencio vigila al silencio)
Alguien se acerca y me dice lentamente que sea razonable, porque mis orejas son pequeñas y he de decirles una palabra sensata.
¡Yo no soy tu laberinto, puta!, grito manoteando para que me deje.
Mosca impertinente.
El sillón me suspende en la nada una fracción de tiempo congelado en delantal harinoso. Hacen el disparo y en la foto soy yo de cuatro años y medio sentada en un triciclo sepia. Sonriéndole a un vacío sepia. Delante un trolebús. Las vías de Santiago. Callejas. Dos motonetas ridículas esconden mis orejas.
La extinción de la doble percepción.
Es La película, de Beckett: Expulsar a los animales, tapar el espejo, cubrir los muebles, arrancar la estampa, rasgar las fotos.
¿Ser es ser percibido, existir es dejarse percibir?
Dejo que el vaivén me balancee, me suspenda otra vez, dos veces cuando más, que el balance vaya y venga y vaya. Atrás. Adelante. Atrás.
Que no pap-pap-pare. Trastabillosamente.
Manoteo de nuevo, más ideas.
Lo espantoso es la percepción de mí a través de mí.
In-su-pri-mi-ble.
Bayamo bulevard desarticulado, sol de granito enmarmolado.
Sol de ultraviolencia. A pesar Bayamo frío y ficcional, Bayamo para los bayameses, corred.
Recopilo muestras al azar y cuando el cansancio es fuerte dejo de hacer.
Me acuesto, me concedo medio minuto de silencio occidental.
Duermo los días de celebración nacional como medida preventiva a una irritación profunda en el cuero cabelludo, mi epidermis tan sensible.
Duermo bastante, largamente. Cualquier esfuerzo productivo rechazado.
Después saco la cámara y convenzo a los fotofóbicos al sepia de su atraso ancestral, les digo al final alguna palabra sensata. Después de todo la preservación de sus almas es tan desdeñable como sus rostros envilecidos en plata y gelatina.
Suavizo mis manos, hidrato mi cuerpo con Agua de la Tierra, marca registrada.
Me lamo las manos y me revuelvo el pelo; le lamo las patas que sobresalen por fuera del frutero a mi gato y le revuelvo el lomo azuloso.
Desayunamos un aborto televisivo infantil dominical con música estruendosa.
El deterioro y los chirridos de una ciudad –escribo con tiza roja la puerta de mi balcón- corresponden al deterioro y los chirridos de sus pobladores.
Es imposible evitar –sigo escribiendo- que el afuera espeluznante roce adentro.
Alguien se acerca y me dice lentamente que tengo una tendencia pesimista hacia lo negativo. Le sonrío en mutis.
Sé razonable, Ariadna; me pregunta qué coño quiero hacer, en serio.
No se puede andar por ahí con mi desorientación generacional, con mi cansancio y mi sueño aletargado, mi esterilidad y mi propensión a la meditación, a la contemplación y a la masturbación.
(Tomando té, comiendo arroz)
Arrastrando las horas de días apostados, claro estaba Lezama cuando dijo que en La Habana acostumbramos a jugarnos los años y ganar su pérdida.
Basta, no soy tu laberinto, piérdete con los días, bórrate de la historia, mi mutis sonriente quiere decir que no quiero hacer nada, absolutamente en serio.
Yo soy lo que está pasando. Me acuesto.
Quiero jugar hasta la extenuación de todos mis huesos, hasta desencajarme el alma para el carajo. Cualquier cosa menos tener en cuenta donde estoy, todavía, respirando polvo por aire. Todo menos este asco matinal, este asco flaco de café quemado y alquitrán por los pulmones. Dentro y fuera los chirridos. Dentro y fuera. Los chirridos. Punto y polvo.
Para llegar al absurdo en medio de la muerte y la rutina reservadas a una ciudad desmantelada es preciso anular toda sensibilidad: la sensibilidad es la esperanza.
Bajo el volumen de mi radio, me levanto con la firme convicción de mis manos reducidas.

Juan Piñera me pasa por delante. Es su habitual caminata nocturna vedadiense. Corro a alcanzarle una de mis tarjetitas personalizadas con una frase de su tío Virgilio: Nada sostengo; nada me sostiene. Nuestra gran tristeza es no tener tristezas… Tuerce una sonrisa y asiente.
(Sempre avanti, avanti).
Y yo espero que en cambio me revele algún misterio o secreto fascinante oculto en su mirada impenetrable de maestro hechicero, alquimista de músicas insospechadas.
Pero no, merodeador nocturno fantasmal insomne como yo misma, se limita a mirarme con su estilo perturbador de ojos penetrantes, oscuros y cansados y yo me siento estúpida con mis dos trenzas debajo del gorro que cubre mis orejas pequeñas y ayuda a alejar los ruidos-sonidos musicales de la Calle.
Únicamente dice que me cuide, hay que tener cuidado por ahí, y se despide aconsejándome tal o más cual ruta de ómnibus urbano para la periferia hacia la que me dirijo a total y completa deshora.
Le saco la lengua y corro de nuevo alejándome mucho más de lo que quiero hasta perder el sentido.
Estado habanémico, tan loco, hechizamiento hebdomadario.
Confronta. Semáforo y tardanza, mastico título tras título.
Con su disfraz de panadero el tiempo insiste en perseguirme.
Trastabillando.
(Tarareo sin sentido, el ritmo acelerado: yo-tengo-un-cake-un-cake-con-merengue-y-tengo-miedo-que-le-metan-el-dedo-yo-soy-amigo-del-cocinero-que-me-da-la-harina-que-me-da-los-huevos… y no puedo pap-parar).
Se me acerca a hurtadillas como un leproso.
¿Queda ósmosis por ahí, en alguna parte? La voz de Miller ralentiza.
¿Algo de articulación?
Me suspendo en la nada un último momento.
Todavía.
Hay que expulsar a los animales, tapar el espejo, cubrir los muebles, arrancar la estampa, rasgar las fotos.
El eco de mi voz se distorsiona.
Mi cuerpo abandonado a la desmesura del accidente atómico, al accidente de la desmesura atómica, a la desmesura atómica del accidente…
Me es permitido concederme aún medio minuto.
Silencio.

La noticia, de Johan Moya Ramis

El emisario entró sofocado a la tienda irrumpiendo en el Consejo. ¡La han raptado de nuevo!, ¡La han raptado de nuevo!, gritaba en medio de los valientes. Hicimos silencio, consternados, sin saber qué decir, a punto de llorar algunos. Tan solo hacía unos meses que habíamos regresado de Troya.

La gata, de Nayra Simonó

El techo y la pared dejan una fisura. Por allí se cuelan siempre los maullidos de la gata en su copulación a las tres de la mañana. Hoy que llueve el agua se escurre por la rendija, humedeciendo la casa. Hay frío y silencio. Un silencio violentado por los golpes de lluvia en la azotea y la calle. Yo en la silla. Los ojos en el cuadro de la pared que se deshace. Un reguero de color toca el suelo y se agrupa en charcos de agua como los fantasmas de mis manos en tu espalda, hace unas semanas. Las manos temerosas al principio, inseguras, manos de pan decías y las besabas. Manos de pan, que solas en la frialdad de la noche, buscan un sitio donde dibujar fantasmas.
En la pared apenas sobreviven unas sombras. Ha llovido mucho. Lo sabíamos, al primer aguacero, la acuarela se regaría por el cuarto. Lo no imaginado era que la separación antecediera a la lluvia y el efímero cuadro fuera el último resto, al menos visible, de lo nuestro.
La gata salta de la cama. Dentro de poco darán las tres y lo presiente. Los goterones no han finalizado. Se desespera. Mueve la cola interrogándome sobre el cese de la lluvia. La interrogante se torna una súplica que aflora desde los cristales verdes en la cara: ¿Cuándo parará de llover? Nunca. Ojalá no termine nunca. Se acurruca a los pies de la silla. Clava sus ojos en los míos y los cristales brillan, como dos bujías a punto de estallar.
La echo a un lado y miro la pared. Ahí estamos. Ella en el centro, tú seguro pensabas en mis manos, porque en el cuadro tienes la mirada astuta de cuando quieres algo, yo sonrío, adivinaba tus deseos de que terminara de pintar. Elucubraciones. Madrugadas en que los gemidos aquí dentro se unían con los gatos en el tejado. Ahora la odio, porque me he quedado a escucharla en la soledad de esta casa. Se acerca nuevamente. Envidio sus maullidos, los mimos sobre su vientre. La lluvia se detiene y me voy quedando seca, desarticulada, sin fuerzas. Trato de impedir que salga, pero logra escabullirse por la puerta entreabierta.
El ajetreo en el techo. Yo en la cama. Las manos de pan hacen círculos por todo mi cuerpo. El gimoteo crece. Concluyo agitada como los gatos, pero sola. Estoy sola y aterrada.
La gata entra maullando, se sube en la cama y suelta algunos de sus pelos sobre mis senos, todavía desnudos. Se burla de mis ganas, del deseo incontenible de que me mimen. Gata estúpida, grito irritada.
En un ademán por no estrellarse la gata araña su rostro en el cuadro. Afuera, el silencio, esa mudez que lo devora todo. Aquí, algo ha cambiado, a la orilla de un charco púrpura que se impone entre los demás, la gata gime y deja caer la cola.

La fuente de cocoa, de Mireya Robles

Un cafetín usado por el Tiempo. Usado por miles de bebedores de cerveza que chocaban los jarros de cristal gordo con una chispa alegre en los ojos, y que sin decir nada, querían decir: "Salud! por ti brindo, porque estás ahí, vivo y alegre". Mesas pequeñas, pequeñísimas, cuadradas, con manteles a cuadros blancos y rojos. Todas las mesas, apretadas una tan cerca de la otra que apenas puede uno pasar entre ellas. El cafetín pequeño y cuadrado como un cuarto. Las paredes todas de cristal y por ellas se ve un pueblo que no es un pueblo, sino una playa; o una playa que no es una playa de recreo, sino un pueblo de pescadores. El sol, la luz del sol, es gorda, amarilla, densa y entra en el cafetín desde la playa ignorando las pequeñas densidades de neblina y dejando en paz la constante humedad. Como si no le importara calentar ni secar, sino echar sobre el cafetín su torrente de luz pesado y brillante.
Entro sola, sin saber por qué, sin saber de dónde vengo ni cómo llegué allí. Sólo importa ese momento. Un momento en que me adentro en el mundo que habla y que se ríe. No oigo lo que dicen. Son murmullos ininteligibles seguidos de risas que parecen sinceras porque salen de dentro, como empujadas por el diafragma, localizadas un poquito más arriba del estómago. No son risas que se producen artificialmente con sonidos guturales, forzados.
No tengo dónde sentarme. No tengo lugar allí, en este apretado, sucio, brillante mundo de los que se ríen. Sin encontrar lugar, casi sin buscarlo, me veo así, de momento, en medio de mi pausado asombro, sentada, esperando. Digo, porque tiene que ser así, porque no puede ser de otra manera, que tengo unos veinte años. Quizá fueran diecisiete, quizá dieciséis o diecinueve. Una madura, antigua carga de soledad que llevo conmigo sin querer, me dice que debo tener veinte. No sé a quién espero, ni para qué espero. Sé que con esos marineros avejentados, sudorosos, de grandes grietas en la cara, de ojos gratuitamente febriles, con sus sweaters de cuello de tortuga azules, sucios, con sus gorras tejidas, con su risa espontánea que no responde a nada, de ésos nada puedo esperar. En ellos nada busco. Me retiene tal vez el deseo de oír reír aunque la risa sea sólo un sonido gratuito.
Varias veces, delante de mi mesa, pasa Ronald. Es alto, fuerte --si se tratara de un camionero diría fornido--, el cuerpo doble y ancho, el pelo castaño cenizo, algo encrespado, quemado del sol, en los ojos una chispa fugaz que parece anunciar una sonrisa que nunca llega a dibujarse en los labios. El es, es él a quien espero. Estudia Medicina fuera de aquí. No es el dueño del cafetín ni es sirviente y sin embargo, tiene para aquel lugar, para aquella gente, para aquel momento, una importancia inexplicable. Debo decir, tengo que decir, algo me impulsa a creer, que si no fuera por Ronald, aquel momento no existiera. Y con el momento ausente, desaparecerían el cafetín, la cerveza y la risa.
Ronald pasa a mi lado y siento su presencia, pero no se acerca. Ronald debe de saber que es a él a quien espero. Cómo es posible que estando yo allí sola, sentada, única entre tanto hombre envejecido con olor a marisco, no sepa él que lo espero? Cómo es posible que yo me dé cuenta de que no hay a nadie más a quien escoger, que debo esperarlo a él y que él ignore su situación que es la misma que la mía? O tal vez no sea la misma situación. Cuando yo me largue del cafetín vuelvo a mis padres derrotados, a la mugre, a las diarias esperanzas que mueren sin nacer, ahogadas en la ausencia de posibilidades.
Estoy allí, incrustada en aquella silla, por un lapso de tiempo inmensurable, de días o minutos, o quizá de toda una vida acumulada en un instante de espera. Parece una eternidad desde la última vez que pasó Ronald delante de mi mesa. Tengo que averiguar, tengo que saber. Cerca de mí, hay una mujer gruesa, como de cincuenta años, de cara joven aún, toda vestida de negro, de grandes ojos azules o verdosos, brillantes. Solloza. Solloza sin consuelo, solloza con el desconsuelo del que sabe que nadie la puede consolar. Le hablo sintiéndome cerca de ella, pero sin acercarme más. Sé, sin que me lo diga, que se trata de Ronald. Sé, sin que me lo diga, que se trata de aquel mocetón que pasaba delante de mí, el que nunca llegó a mi mesa y al que tantas veces me imaginé diciéndole mi nombre y oyéndole el suyo. "Es Ronald" -- me dijo. Y supe entonces que Ronald era él y que se había perdido. Una guerra, pensé, muchas veces me lo imaginé muriendo en una guerra. "Un absurdo más de la vida" --continuó. "Una bala que alguien tiró sin motivo. El se buscaba con la mano derecha, el dolor en el hombro izquierdo, después se lo buscó en el pecho, la mano se le llenó de sangre y cayó muerto". Sabía yo que ella tenía que tener otro hijo y le pregunté por él. "Ese está bien, pronto vendrá". Me quedé allí, esperando al otro sin preguntar su nombre. El de Ronald lo supe después de muerto. El nombre de éste era innecesario. La mujer vestida de negro desapareció de mi cercanía. Porque era una visión o porque no podía llorar en el cafetín de la risa o porque dejó de ser importante en aquel instante de mi vida.
Pronto, muy pronto, comenzó a pasar el otro. Diecisiete, dieciocho, quizá. Doble y fuerte, pero nunca se me ocurriría llamarle fornido. El pelo más lacio, negro, los ojos grandes y castaños, la piel trigueña con brillo sedoso. Este pareció comprender, éste comprendió en seguida y pronto nos vimos en una sala más vacía donde la presencia de los demás poco importaba, Se reclinó en el sofá, yo a su lado, le rodeé con mis brazos la cintura y recosté la cabeza en su pecho. Esto era todo. La vida, después de todo, quizá no fuera un constante, difícil desencaje. Tal vez se pueda vivir así, recostada en el pecho que uno tiene que buscar, que uno tiene que encontrar y esperar la muerte. Quizá la vida no sea tan difícil, quizá no sea un constante, doloroso desencaje.
Tenía los ojos cerrados como para acomodarme y descansar en mi destino, pero algo inexplicable me hizo abrirlos lentamente. Te vi allí, en un sillón, frente a mí, mirándome con un asombro resignado y con una tristeza que sólo había sido, hasta entonces, mía. Estabas tranquila y sin palabras, yo diría que guardabas para mí, un gesto de piedad. Tenías en la cara un cansancio que talmente parecía que me habías robado a mí. Estabas cerca, con toda la inmensidad de tu piedad, pero lejana e incomunicable. Permanecí abrazada a aquel montón de músculos fuertes y relajados y seguí diciéndome que así, con los ojos cerrados, recostada a él, sin hablar, a pesar de todo, a pesar de tu compasión, tal vez la vida no fuera un doloroso, constante desencaje. Un movimiento dulce y firme me fue apartando los brazos y lo vi a él, mi dulce destino sin nombre, parado frente a mí, dispuesto a irse. No le pedí explicaciones porque no eran necesarias. Su abrazo, su acercamiento, había sido momentáneo. Nada tenían que ver con mis planes de encajar en la vida de una vez y para siempre. Nada tenía que ver con mi intención de descansar, así, abrazada a él y esperar la muerte. Se terminaron las horas de la noche en que un hombre abraza a una mujer, llegó el momento de irse, de perderse sin rastro, en la noche.
Me volví a lo mío, caminando descalza por las arenas húmedas, por la oscuridad ennochecida. Llegué al pequeño, destartalado teatro de mi padre y allí lo vi, con toda su fortaleza desgastada, a punto siempre derrumbarse, en el pobre escenario exageradamente alumbrado, dando latigazos en el aire como si estuviera amenazando o castigando al destino para que le concediera la función teatral que parecía ser eternamente irrealizable. No sé si esperaba un milagro. Era dueño de aquel teatrucho, del edificio, del caparazón, pero jamás tendría dinero para montar la obra. Yo había crecido oyendo sus gritos y sus latigazos en el aire. Sin actores, sin obra teatral, sin equipo. Su única empleada era una jovencita fofa que no llegaba a ser gorda, los labios eternamente ensalivados, gordos, entreabiertos que enseñaban unos dientes anchos y separados. Vestida con un traje como de payaso, de fondo blanco y enormes lunares rojos, con un sombrero de pajilla, como de colegiala, con dos cintas colgando de la parte de atrás del ala redonda. De cuando en cuando aparecía algún público. La idiota recogía la entrada de diez centavos por cabeza. La furia de mi padre entonces se agrandaba. Había logrado tener seis, diez, veinte personas dispuestas a recibir lo que él les presentara, había logrado reunir la miseria de unos reales, pero no tenía nada que presentar. Renuente a admitir su fracaso, daba fuertes latigazos en el aire y desde el escenario, le gritaba a la que recogía los reales con la babeante sonrisa: "Idiota!, Idiota! Todo es por tu culpa! Hoy será otro fracaso, todo por tu culpa!" Oí sus gritos sin hacerle caso, sabiendo que la función terminaría sin empezar, cuando el público se aburriera de los gritos y los latigazos en el aire y comenzaran a pararse y a recoger el real de manos de la idiota sonriente. Seguí de largo, me encaminé a un kiosco y pedí, con aire de triunfo, una taza de cocoa. Me sirvieron el chocolate en una especie de fuente honda de cartón y no protesté. Ya era tarde --las nueve de la noche--, y adquirir un servicio de esta índole en un pueblo ya casi totalmente dormido, era un privilegio. Vivíamos en un segundo piso, en un palomar negruzco y sucio, oscuro, por falta de luz eléctrica o porque simplemente, así le gustaba vivir a mi madre. Me esperó con actitud pronta a la recriminación: "Sabes que aquí, en esta casa, se come a las siete en punto". Inexplicablemente me sentí ajena a los yugos familiares, me sentí independiente. Me pareció que había tirado por una ventana inexistente, un saco repleto de culpas. Sabiendo que me estaba mirando, dibujé una cínica sonrisa y le dije mientras bebía la fuente de cocoa: "Lo sé".

Mira la hora que es, de Juan Cueto-Roig

(Del libro "VEINTIÚN CUENTOS CONCISOS", Editorial Silueta, Miami. Enero 2009):


Habían explotado diez bombas en varias zonas de la ciudad. Pero eso fue mucho después de que Mario saliera de su casa. Él no se enteró porque estaba en un cine. A las once de la noche, ya en la calle, notó un ambiente extraño. Los escasos transeúntes, más serios y esquivos que de costumbre, se movían con rapidez. En la parada de ómnibus alguien comentó lo ocurrido. Mario pensó en su madre. Él era su único hijo y ella se ponía muy nerviosa cuando sucedían esas cosas. Ahora estaría preocupada. «Tú sabes el peligro que corren los jóvenes en estos tiempos», le decía en vano para disuadirlo cada vez que salía de noche.
Paró el primer autobús que vio venir. No era el que pasaba por su casa, pero decidió que más cerca de su barrio haría la transferencia.
Llegó al lugar donde debía bajarse para cambiar de ruta. «Cuídate, muchacho, es peligroso andar solo en una noche como ésta», le susurró el conductor en un tono paternal.
La calle estaba desierta. Por primera vez sintió miedo. Era la única persona en esa esquina. De repente, salido de las sombras, como creado por la noche misma con el solo propósito de cambiar su destino, un policía se le acercó, le dio una bofetada y lo acusó de ser uno de los revolucionarios que habían puesto las bombas.
—Usted está equivocado, yo estaba en el centro… en un cine.
—¿En qué cine? En los cines también ponen bombas.
—En el que yo fui no.
La respuesta del joven enfureció más al hombre.
Mario buscó en el bolsillo, sin encontrarlo, el comprobante de admisión.
—¿Vives por aquí? ¿Qué hacías en esta esquina a estas horas?
—Esperaba el autobús… Mire, aquí está la transferencia. Y la agitó en su mano como bandera de salvación.
El policía se la arrebató y la tiró al suelo. Después lo golpeó. Ya sangraba profusamente por la nariz y un ojo cuando lo hizo caminar varias cuadras mientras lo apuntaba por detrás con la pistola. Pasó un carro patrullero y el esbirro le hizo señas. Echaron a Mario en el asiento trasero y lo siguieron golpeando.
La madre nunca se dormía hasta que el hijo regresaba. Esa noche había demorado más de la cuenta. Miró el reloj. Eran ya las dos de la madrugada. Y como si alguien pudiera oírla y responderle con una razón que la tranquilizara comentó: «Mira la hora que es y Mario no ha regresado».
Y varias veces al día, hasta el final de su vida, en una voz que era casi un gemido siguió repitiendo: «Mira la hora que es y Mario no ha regresado».

El río, de Juan Cueto-Roig

(Del libro "VEINTIÚN CUENTOS CONCISOS", Editorial Silueta, Miami. Enero 2009):

Éramos dos hermosos príncipes. Soberanos de todas las tierras que alcanzábamos a ver desde la alta ventana, atalaya que nos permitía divisar aliados y enemigos. Carromatos guiados por súbditos fieles proveían las despensas del asediado castillo. Bandidos apostados detrás de los árboles esperaban el momento oportuno para atacarnos. Y camuflados espías simulaban pescar en el pequeño río que irrigaba nuestro reino. Mientras, varias mujeres lavaban junto al rumor de las aguas y un rebaño de ovejas pastaba indiferente a la trama que se urdía a su alrededor.

Ahora, el río había desaparecido. Y sin embargo, este es el mismo cuarto donde me enseñó a acercar el termómetro al bombillo para fingir la fiebre, la cual haría posible mi permanencia en la enfermería un día más. Su último día. Porque él ya no tenía que inventar fiebres ni dolores. Tan mal estaba que murió la mañana siguiente.

Lo vistieron con el traje que usábamos los domingos y días festivos y lo tendieron en la capilla. Desfilamos frente a su cadáver que, según comentarios, se había estirado. Y era verdad: muerto creció como dos pulgadas. También había desaparecido el color rosado de sus mejillas. Un rosario y las manos resaltaban su blancura sobre el saco azul Prusia del uniforme.

Al día siguiente llegó la familia. Vinieron desde muy lejos, del otro extremo del país. Como yo había sido el único testigo de su muerte, el director me condujo a un salón donde se hallaban los padres.

«Se quedó dormido después de asomarnos a ver el río», fue todo lo que pude decirles. Pero querían saber más. «¿Te habló de mí?, ¿mencionó mi nombre?», preguntó la madre. «¿Se quejó?», indagó el padre. «No, después de asomarnos a ver el río se acostó, me dijo hasta mañana y se quedó dormido», respondí.

Lo peor fue tener que dejarlo solo por la noche en la capilla. Porque eso sí me dijo: que lo que más temía era quedarse solo. Por eso me enseñó a acercar el termómetro al bombillo.

Y ahora, ¿a qué vine?, ¿qué hago yo cuarenta años después en esta habitación que ya no es lo que era, sino un almacén lleno de cajas y desperdicios? No hay nada que indique que entre estas cuatro paredes murió Paulino. Total, si ya nadie se acuerda de lo que pasó aquí. A mí mismo a veces se me olvida que existió ese niño. Si hasta el río ha desaparecido.

Los nichos vacíos, de Juan Cueto-Roig

(Del libro "VEINTIÚN CUENTOS CONCISOS", Editorial Silueta, Miami. Enero 2009):

…y alegremente dimos muerte a los dioses

J. L. Borges

El día 20 de enero del año 2030 los jefes de estado de los principales países del mundo se hallaban reunidos en una asamblea extraordinaria de la ONU. Habían sido convocados con urgencia debido a las guerras religiosas que se libraban en varias regiones del planeta, con un saldo de millones de muertes.

De pronto, en medio de los debates, se apareció el Todopoderoso y, después de un conmovedor discurso en el cual se declaró culpable de las imperfecciones y calamidades de su Creación, anunció el propósito de suicidarse.

De nada sirvieron los llantos y súplicas de los presentes. Es bien sabido que los ruegos de los hombres rara vez han cambiado los designios del Altísimo.

Consumado el magno hecho, que por sobrenatural ninguno de los testigos fue capaz de describir con precisión, un estado de vacío y desamparo se apoderó de los miembros del cónclave mundial, el cual quedó sumido en un silencio sobrecogedor. Minutos después, sobreponiéndose al pavor que había suscitado el insólito acontecimiento, la voz apenas audible del Secretario General dio por concluida la sesión.

Al día siguiente se nombró un comité con el fin de redactar los estatutos y enmiendas pertinentes a un mundo huérfano de Dios. Y de forma unánime se decretó lo que había ordenado el Suicida Máximo en su dramática alocución final: suprimir las cláusulas y referencias divinas en las constituciones, juramentos y actos oficiales de las naciones, así como cualquier invocación o alabanza al Desaparecido Creador.

Las contiendas religiosas terminaron de inmediato, pero el pánico y la enajenación que causó la Divina Ausencia provocaron sangrientos disturbios. Y como fuego que se propaga y acrecienta, una furia iconoclasta se extendió por todos los confines del orbe.

Turbas enardecidas invadieron los predios del Vaticano y lo saquearon. Cuando horas más tarde la policía logró poner coto al desafuero, el Papa yacía muerto en un charco de sangre junto a los cadáveres de sus guardias.

El expolio y la destrucción de iglesias, templos, monasterios, pagodas, mezquitas y sinagogas se convirtió en un pasatiempo generalizado.

En los países de más arraigada tradición católica se desató una ola de suicidios entre monjas, curas, beatas, calambucos, Hijas de María y Caballeros de Colón.

Y donde los fundamentalistas islámicos eran la facción predominante, las inmolaciones y matanzas diezmaron de tal modo la población que muchas de esas naciones dejaron de existir, al menos en la forma en que habían sido constituidas.

Después, como por arte de magia cesó la violencia. Y durante diez generaciones hubo paz en la Tierra. Una paz como no había conocido nunca la humanidad.

Pero un día comenzaron a difundirse rumores extraños. Alguien dijo haber visto unas zarzas incandescentes flotando en el mar. Y acudió una multitud y muchos dieron fe del prodigio. Perdido en el desierto, un beduino siguió la estela luminosa de una estrella que lo guió a su caravana. Y la tribu entera se postró y dio gracias por el milagro. Dos niños croatas dibujaron el rostro de un ser que se les apareció en el follaje de un olivo. Y varias personas opinaron que era el de una antigua deidad. En un país del Oriente a un ídolo de piedra le brotaron lágrimas de sangre.

Tantos fueron los hechos extraordinarios reportados, que se ordenó una investigación de lo acontecido aquel 20 de enero de 2030.

Como los testigos del suicidio divino habían muerto ya, fue muy difícil la verificación del suceso. Se revisaron los libros de actas y otros documentos, y después de interminables discusiones que duraron varios meses, el pleno de una sesión especial de la ONU declaró que el portentoso hecho no había sido más que un fraude colosal, un ardid de los miembros de la asamblea mundial de la época para lograr la paz en la Tierra.

Una vez firmados los protocolos de rigor, los hombres comenzaron a resucitar a sus dioses. Recién esculpidas imágenes fueron a ocupar los nichos que habían permanecido vacíos por décadas, y volvieron a sus atriles los antiguos libros sagrados que habían sido relegados a museos y bibliotecas. Y con ritos y liturgias de gran boato empezó una nueva era para el mundo.

Pocos años después, los jefes de estado de los principales países del mundo se hallaban reunidos en una asamblea extraordinaria de la ONU. Habían sido convocados con urgencia debido a las guerras religiosas que se libraban en varias regiones del planeta, con un saldo de millones de muertes.

Joy Eslava, de Carlos Pintado

My "place of clear water,"
the first hill in the world
where springs washed into
the shiny grass
and darkened cobbles
in the bed of the lane.

- Seamus Heaney

"Esta historia no sucedió, o está por suceder, que es lo mismo".
Sus palabras hicieron eco, retumbando en su cabeza con el sonido, lejano e impreciso, de las cosas que se escuchan en sueños. Luego buscaría algo sin saber qué buscaba. La habitación sería un desierto: un cesto con papeles, algunos libros tirados en el piso y un espejo en forma de óvalo, cubierto de manchones grises que impiden una imagen exacta. La máquina de escribir indicaba que algo se había quedado a medias. El ruido de la llave del agua, abierta, opacaba la música que venía de algún sitio. El hombre pestañeó varias veces. Sudaba. Fue hasta la llave y la cerró bruscamente.
La música de Clannad volvió a reinar en el cuarto.
Se preguntó qué fue a hacer a Joy Eslava esa noche, y, mientras se procuraba una respuesta, recordó aquella palabra: Anahorish, que lo devolvía a un poema de Heaney y a las noches imaginadas en una taberna de Dublín.
Aquí es donde yo entro en la historia.
La historia que iba a suceder comenzaba conmigo yendo a Joy Eslava; algo de esta conjunción causal trato de explicarle, pero no entiende; no quiere entender. Tiene la tozudez característica de los irlandeses. Yo quise explicar, filosofar, recordarle que en un poema de Heaney existe esa palabra que nunca pude traducir. Repito Anahorish e intuyo que tampoco él sabrá traducirla. Pero se limitó a sonreír y yo ya no pude más. Bailamos, me dice. No fue una pregunta. Yo no quería bailar pero no pude negarme; las manos de él (o quizás fue tan sólo una mano) se aferraron a las mías. Busqué esa confirmación del roce y no pude encontrarla: la penumbra obligada negaba toda visión; las luces estallaban en las paredes, rielaban con fuerza en la fatua oscuridad del bar; sus dedos se enroscaban en los míos, persistentes. Años después yo escribiría, en una historia que nada tendría que ver que esta, cómo un personaje le recuerda al otro:
"con tus dedos de sombra me tocaste". Algo así le dije, pero no se escuchó bien. Ahora no podría recordarlo con precisión. Sus palabras me devolvieron a ese momento.
Clannad cedió su espacio a los Cranberries. El teatro de techo circular sostendría la noche. Alcé la cabeza para mirar algo en el segundo piso y él aprovechó para besarme el cuello. Iba a preguntarle algo, pero no dije nada. Preferí irme e inventarme la historia de lo que pudo haber pasado: los dos en Joy Eslava, bailando, borrachos; yo sería el turista que está de paso por Madrid y él apenas la sombra de un sueño, una invención mía, aunque él lo negaría, por supuesto. No quiere para él el fátum que le concedo; dice que sí existe, que no es la sombra de nadie. Me cogería por los hombros y yo tendría que recordar -en otra historia que pienso escribir - que en realidad alguien me sostuvo por los hombros en aquel lugar. En vano intentaría él hacerme recordar cómo intercambiamos abrigos. “Para que tengas un recuerdo mío”, dijo, poniéndome en las manos aquel abrigo de piel que a mí se me antojaba un oso muerto. En ese momento pienso que es mejor cerrar los ojos; pensar en esa palabra que nunca pude traducir y que tampoco él comprende. Lo único que no existe es esa palabra, exclamaría él.
Si le hubiera hecho caso, quizás hubiera escrito mejor esta historia. Escribiría: el olor de su cigarrillo me trajo el recuerdo de otras yerbas. Y admitiría, después, que me gustaba verlo fumar en medio del gentío abigarrado de lugar. Humo de Dublín, pensé. Y, como si estuviera leyéndome el pensamiento, preguntó si conocía Irlanda. Nos miramos fijo. El humo era una nube azul frente a mis ojos; yo la inhalaba; el perfume del tabaco era diferente. Humo de Dublín, escribiría años después, en otra historia que no tendría nada que ver con esta. Le explico -trato de explicarle - que algún día escribiré esta historia, pero no hace mucho caso. Luego seguimos jugando el mismo juego de inventarnos con palabras dichas en lo oscuro, en aquel mar de besos y codazos y música estridente.
Me desperté con el ardor del fuego en el pecho. Había intentado hacer una traducción de Heaney antes de quedarme dormido. Desperté pensando en esa traducción. Susurré Anahorish como si no estuviera solo en el cuarto y alguien, desde la tiniebla del sueño, pudiera oírme.
Esperé unos segundos, pero no ocurrió nada. Debo a la ignorancia de esa palabra esta historia. Me levanté con la certidumbre de ir a algún lugar. Pensé en aquel lugar que recordaba una "alegría eslava". Dudé en ir o quedarme. En algún lugar del cuello guardaba la marca, húmeda aún, de un beso.
Al entrar lo vería bailar. Exactamente así: sonriendo sin mirar a nadie, con una gorra ladeada casi tapándole los ojos. Dudo si debo acercarme a él. Me asombra la palidez de su piel, como si no hubiera visto el sol en años. Minutos después los dos bailábamos. Me fascina cuando la luz de las lámparas lo envuelve. A contraluz su cuerpo parece frágil, a punto de perderse entra tanta sombra junta. Me aproximo despacio. ¿Cómo explicarle que hace unas horas soñé con él? ¿Pensará que estoy loco? Me sobrecoge esa idea. No quisiera asustarlo. Quizás el sueño se ha extendido hasta aquí, hasta este momento en que por fin estamos los dos: él bailando, pausadamente, sonriendo como un niño; yo aquí, estatuario, observando lo irreal de toda la situación. ¿Será posible que aún esté soñando?, me pregunto, hasta que la voz de Dolores O'Riordan me tranquiliza.
Estamos en Joy Eslava. Esta historia es cierta. Sucede, me digo. La voz de la cantante farfulla un in your head, zombie, zombie... Yo vuelvo a pensar que todo ha sido un sueño. Es noviembre: Joy Eslava está repleta de gente linda, de turistas, de madrileños que, para escapar del frío, vienen a lugares como éste. La gente se mueve a ritmo de un trance incapturable. Sé que estoy en el baile extraño y eso me incomoda. Voy a la barra y pido un trago que me aleje la timidez. Hubiera preferido fumar un poco. Hace años que no pongo un cigarrillo entre mis labios. Escucho: and the violence causes silence, who are we mistaken? y todo gira sin un centro fijo, sin gravedad, repleto de sombras que intercambian besos y abrazos. Pienso en el muchacho del sueño, que poco a poco va perdiendo lugar en mi memoria; el sueño termina por volver todo muy irreal, como ese poema de Heaney que habla de un sitio tranquilo, rodeado de aguas cálidas, donde poder tenderse y hablar. Repito la palabra, como para recordar un conjuro -a estas alturas dudo si repetirla se debe a un conjuro o a un acto esquizoide - y en ese instante una pareja se sienta cerca de mí; los veo cogidos de la mano; ella me mira y saluda; él hace el mismo gesto; ella deja de mirarme y le susurra algo; el muchacho demoró su mirada en mí; yo bajé la vista; los dedos de él se enroscan en los de ella, persistentes. Anahorish, digo yo ante el arranque estridente de la música. Después de eso pierdo la noción de todo. Hay un hilo muy breve entre la realidad y el sueño, pensaba yo en el instante en que la muchacha se deshace del muchacho y va a bailar sola. Mis ojos y los ojos del muchacho se encontraron en aquel mar de sombras y contornos esfumados. El quería bailar y yo diría que sí, por supuesto. Las manos de él -o quizás fue tan sólo una mano - se aferraron a mis manos. Recordé un roce o la imagen de un roce. La piel erizada por el tacto. Miré su rostro: sonreía. En otra historia, e intentando describirlo, yo anotaría: " podré olvidar todo de él menos su sonrisa, suave, lasciva, como de niña. Más tarde me daría cuenta de que su piel, o más bien el blanco de su piel, es igual de memorable.
Fue aquí cuando sonrío por última vez y nos besamos.
Cuando ella regresa, él y yo bailábamos. Las manos de ella -mucho más suaves que las de é l- me abrazaron desde atrás. Sentí su lengua hincando al centro de mi nuca, juguetona. En este instante confundo las dos historias; hace años pinté un bosque lleno de senderos que se confunden bajo la niebla inglesa. Esa imagen regresa a mi memoria en este instante. Pienso que en la mañana los dos serán tan sólo una sombra. Yo estaré, lamentablemente, al otro lado de esa sombra. Recordaré las palabras de él: "mañana pensarás que todo esto fue un sueño”. Fue entonces cuando advertí que la muchacha ya no estaba. Sorprendido, me pareció verla fugándose a algún sitio. Quise gritarle algo, pero entendí que era inútil: la música subía como si estuviéramos sordos. Él y yo seguimos bailando con las camisas abiertas, muy pegados; de su pecho rezumaban gotas luminosas. Sonreíamos y yo pensé que podría morir mirando esa sonrisa.
La noche nos lanzaba allí como náufragos. El aire se hacía menos aire. Sin dejar de abrazarlo busqué, entre el centenar de rostros que nos miraban, el rostro de ella. Aquí me doy cuenta de que ésta no es la historia de él ni la mía, sino la de ella. Mañana será ella quien escriba esta historia: él y yo en Joy Eslava, bailando y besándonos. “No te preocupes", me calmaría él, y las palabras retumbarían como dentro de un túnel, por encima de la música. "Ella sabrá terminar esta historia como mejor le parezca".
De lejos la observé hablarle al cantinero; su cuerpo remedaba un arco; segundos después apuraba un trago azul, muy azul. Bajo el cono de luz su rostro filtraba cierto parecido con el del muchacho que ahora me abrazaba. En el cristal de la barra la silueta de ella era inexacta, deformada. Trazos de luces difusas se aferraban al reflejo de ella en el cristal. Temí que aquello se extendiera más allá del sueño. Siento que nos miró casi con envidia. “No le hagas caso. Tú y yo estamos donde ella no puede llegar", escuché, " por eso nos sueña". Yo pregunto: ¿Nos sueña?, sin entender mucho. Me sobrecogió la desesperación de no saber qué iba a pasar cuando ella se marchara. "¿Nos sueña o nos inventa?", vuelvo a preguntar, pero él no supo decirme o prefirió no hacerlo. Al final masculló: “eso sólo lo sabe ella. Nosotros estamos del lado de acá de las cosas”. Hizo un gesto con las manos que no comprendí. Bailé, no por el placer del bailar, sino para buscar esa distancia que da el baile cuando hay poco que hablar. Quise organizar mis ideas.
Las últimas palabras de él dejaron en mí un gusto extraño: "si ella deja de soñarnos, nosotros dejaremos de ser". Al alzar la vista volví a ver su sonrisa. Le conté mi sueño, el libro de versos de Heaney y aquella palabra que sonaba en mi sueño como un eco de címbalos que no podré traducir nunca. “Es una letanía insoportable”, le dije, mientras él intentaba explicarme que en el sueño las cosas se repiten incansablemente”; luego habló de una eternidad en el sueño que no entendí. "Esta historia no sucedió, o está por suceder, que es lo mismo", me dijo al ver mi rostro ensombrecido por la duda. Yo cerré los ojos. Recordé esas palabras. Una muchedumbre loca y bebida se abalanzaba sobre mí desde todas las partes. El recuerdo de haber llegado a Madrid fue una argucia más. Quise negarme a ser el soñado, pero me faltaba esa desesperación innata que poseen algunos ante situaciones tan inusuales. Fue entonces cuando una de las puertas del bar se abrió e induje que de allí podía escaparme. Avancé unos pasos, pero la mano de él se aferró a mi mano. “No hagas locuras, nadie escapa de un sueño; si ella te sueña aquí es porque aquí debes estar”. Lo escucho y cierro los ojos. El rostro de ella viene a mi memoria. Al abrirlos estamos los tres bailando. No sé cómo sucedió. Las manos de ella serpenteaban en mi pecho, su lengua hincaba en mi nuca. Apoyé mi mano sobre el torso desnudo de él y lo empujé un poco más allá de mí; al volverme estaba ella mirándome; quise ver que estaba sorprendida. “Por qué lo apartaste así", me preguntó. Su voz sonó metálica. Me encogí de hombros. "Fue sólo un instinto", dije, e intenté asirla por la cintura. Bailamos muy pegados. La música apenas se escuchaba. El aire era más humo que aire: una espesa neblina -acumulada por tantos cigarrillos encendidos- flotaba sobre decenas de cuerpos. Bailamos como si no tocáramos el piso. Le pregunté como se llamaba y no me respondió; "quiero verte de nuevo" pedí, y ella sonrío. Sentí el peso del silencio. De reojo miré cómo nos duplicaba el espejo. Mi mano acariciaba la piel de su espalda como si la presintiera a punto de escaparse.
“No voy a escapar; también estoy presa de un sueño", me respondió. Los dos nos miramos muy fijo hasta que llegó él y se aprendió a mi hombro. Sentí sus dientes mordiendo, juguetones, el lóbulo de mi oreja. Ella nos miraba a los dos; reía sin ningún motivo. Dijo: " Yo soy el reflejo de ella misma en tu mundo; hasta aquí ella no puede llegar, por eso me inventa...” Yo fui a replicar, pero ella siguió: “…y te inventa"; le pedí que se callara y como si no estuviera escuchándome, concluyó: " y también lo inventa a él. Los tres somos materia de sus sueños. Mañana nada de esto será”. Fui a decirle que aquello no era cierto, pero preferí irme.
Fui abriendo paso entre la gente. Adiviné que la puerta del bar se abría y cerraba
constantemente. Fui hasta ella. Al empujarla volví a estar en aquel cuarto de la pensión. Todavía
quedaba, en sordina, el eco ensordecedor del lugar. Cierro la puerta y miro el libro de Seamus
Heaney en mis manos. Pienso que me he quedado dormido leyendo los poemas. Repito
Anahorish con desgano, intentando recordar que he intuido un cuento donde alguien
fabula sobre el significado de esa palabra. Mañana escribiré ese cuento, me digo, y caigo en el sofá.
A mi derecha hay un cesto lleno de papeles, un espejo en forma de óvalo lleno de nubes
grises. Desde la cocina llega el ruido del agua. Apenas puedo escuchar el disco de Clannad.
Pienso: "Esta historia no sucedió, o está por suceder, que es lo mismo".
Me levanto y voy a cerrar la llave.

Fuegos Fatuos, de Abilio Estévez

Puedes agradecer a una tumba, a las piedras en las grietas de una tumba, el que nos hayamos encontrado alguna vez. Desde esa noche, desde aquellas noches, creo en la relación secreta de las cosas. Como en las novelas, ¿no habrá también en la vida una estructura recóndita? Aunque apasionante, repito que descubrir ese orden no resulta fácil. No te burles. Sé que la teoría no es mi fuerte. En todo caso, ¿cuántos años han pasado? Muchos, muchos años y estoy segura de que no podrías describir la casa. Al cabo de algunas vacilaciones hábilmente encubiertas, repetirías la imagen de cualquier “mansión de melancolía”, de esas que aparecían en aquellas novelas que leíamos hace tanto tiempo (treinta, cuarenta años atrás), las novelas góticas que entonces nos apasionaban, los cuentos de terror que nos dejaban gozosamente despiertos hasta el amanecer. Dirías con tu acostumbrada voz de autoridad y los aires de presunción que tan bien creo conocer: “La casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de los árboles agostados…” Y estoy convencida de que ni siquiera te percatarías de que sería la casa Usher la que te ocupabas en describir.



Porque nosotros vivíamos en el cementerio, sí, pero nuestra casa nada debía a Poe o a Lovecraft. Una casa encantadora la nuestra, la verdad. Alegre, armoniosa, clara como no he vuelto a vivir otra en mi vida. ¿La recuerdas?, ¿será verdad que la recuerdas? Siempre he sospechado que sabes menos de lo que sabes, y que, en la mayoría de las ocasiones, tus recuerdos no son verdaderos recuerdos —sólo que tampoco te creo muy capaz de andar imaginando. Aquella casa. Dentro del cementerio. A la sombra de una ceiba enorme, veterana (trescientos años, calculaba padre, el positivista). Tenía un techo alto, a dos aguas, de tejas supuestamente rojas, que el sol y la lluvia habían lavado hasta un rosa mustio, blancuzco o casi amarillo, negro por los bordes, que contrastaba y hacía juego al mismo tiempo con las paredes que se encalaban todos los años —para la noche de Fieles Difuntos, qué fiesta. En las paredes, rigurosamente blancas, se abrían múltiples, enormes ventanas azules, de visillos, con cortinas de gasas sucias, que daban a un soportal corrido, harto de tiestos con flores, crotos, helechos, jazmines y galanes, y atestado también de sillones de cedro con balancines poderosos, y columnas que no eran verdaderas columnas, sino pilastras de maderas por donde trepaban las yedras y las piscualas, siempre con sus florecitas de un rojo ridículo y con las que mi hermana y yo nos hacíamos collares. La casa. Extraordinariamente jovial dentro de un cementerio que, por extraño que parezca, también lo era. Fue precisamente la casa, su vivacidad, la que convenció a madre (ayudada por Chana, claro está —nuestra orisha personal). Porque lo cierto es que madre nunca estuvo demasiado convencida de querer pasar su vida en un cementerio. ¡Es tan contraproducente…!, se quejaba sin sudar, blanca y peinada, fingiéndose sombría. ¡Y todo el tiempo que nos quedaremos luego, allá abajo, por obligación…!, volvía a quejarse, un poco más animada. ¿No estaremos tentando al destino?, y cerraba los ojos, mano en alto, sibilina. Padre se quitaba el ennegrecido sombrero de yarey, soltaba la carcajada. Sudaba. Sudor que venía provocado por el calor y por la alegría que nunca lo abandonaba. Sudaba científico, por exceso de convicciones —positivista.



Supongo que tendrás presente a padre. A él sí que no lo habrás olvidado, ya que por un tiempo fuiste su cómplice. Además, imposible olvidarlo. Hombre intenso, de físico imponente. Para él no existían otros misterios que los sueños. Para él el miedo se erradicaba con sólo abrir los ojos y tomar “debida posesión de las cosas”. Qué seductor: hablaba de “las cosas”. Y hablaba de “las cosas” con la seguridad de quien habla de un vasto imperio de su propiedad. Existe una soberbia en todo el que piensa mucho. En la realidad no hay misterios, sino ignorancia, nos sermoneaba cada noche a mi hermana y a mí ese rey sudoroso y divertido, extemporáneo, positivista (siempre con la frente despejada), no existe misterio que una buena mirada no alcance a deshacer, y si algo las asusta, niñas, mírenlo bien, obsérvenlo en detalle, verán qué ridículas y vanas son las circunstancias que provocan los temores. Su ausencia de dudas, su insolencia, su filosofía. En eso consistía, por decirlo así, su ideología, (palabra fea, ¿no?), y tal vez semejante lógica le haya permitido trabajar desde jovencito como sepulturero (sepulturero de lujo, lo recordarás, puesto que se encargaba también de lavar, maquillar y vestir muertos, dejarlos llenos de coloraciones, muertos que se fingían vivos, satisfechos de sus silencios y de sus cachetes enrojecidos en los ataúdes de cedro). Con esta sola idea, con esta sola vanidad, se mantuvo imperturbable hasta el final de su vida. Fue afortunado, tienes razón. Jamás se dejó alterar por lo que madre llamaba “el lado ilegible de la vida”. Todo lo contrario. Con los años llegó a ser ayudante de los forenses del Hospital Militar, hasta que lo nombraron Director General de Cementerios del Municipio (Marianao), con derecho a casa pagada por el ayuntamiento. Existen casas y casas, declaraba padre con resolución y voz de fiesta, hay casas cuyas ventanas permiten el acceso a los siete mares, otras muestran montañas o árboles o verdes valles (adoraba aquella lacrimosa película de John Ford —no hay hombre sin contradicciones), las hay asimismo abiertas al laberinto de otras casas, y algunas casas ciegas también, que nada ven de la tierra, de la tierra de la Tierra, pero en esta casa nuestra, única en el mundo, las ventanas permiten apreciar un paisaje de mármoles, cruces y flores, que en lugar de hablarnos de la muerte, nos habla de la vida, ¿qué más, digan, qué más se puede pedir?



Madre pedía más, como habrás de suponer, pedía otras cosas. Madre, lo sabes, estaba en el otro lado, en la orilla opuesta en la que se hallaba padre, instalada en una soberbia de signo distinto. Convendrás conmigo, no había personas más diferentes: tal vez así convenga a los matrimonios perfectos. Esa madre mía tan fuertedébil, tan ásperodelicada, tan independientedependiente, tan temerosovaliente, sin sudor, dueña de pañuelos blancos, de seda, y abanicos japoneses, bien peinada (había sido maestra de kindergarten), al principio se negó a vivir donde los demás estuvieran gozando o sufriendo (mucho la angustiaba el matiz entre ambos gerundios) la eternidad de su eterno descanso. Insisto: pasearse viva por entre cenizas humanas le parecía acaso una excesiva prepotencia que a la larga debía ser castigada. Nunca lo dijo así, no se daba el lujo de ser explícita, aunque estoy segura de que podía murmurar (sólo murmurar, por supuesto), que en la realidad no había ignorancia sino enigmas, jeroglíficos, sin duda alguna, jeroglíficos, que no existía materialidad, certeza, ilustración que una buena mirada no lograra deshacer en misterio, y que si algo nos asustaba (sensibles deben, tienen que ser, eh, niñas), constituía la prueba infalible de que existían fuerzas oscuras y de que ellas nos enviaban mensajes.



¡Qué modos extraños de manifestarse el orgullo! Puedes estar seguro, sin embargo, de que, a pesar de sus reservas, de sus aprensiones, a madre le gustó la casa la primera vez que la vio. También la cautivó el cementerio y no quiso o no fue capaz de revelarlo. Lo descubrimos quizá en sus ojos quietos, más benévolos que de costumbre, en su mirada sabia, apaciblemente sabia, la mirada de alguien que ha llegado a un paraje hermoso donde intuye que, muchos años atrás, se libró una batalla sangrienta. Y yo te pregunto: ¿cómo no iba a cautivarle el cementerio?, ¿cómo no admirar aquel hermoso campo repleto de casuarinas, de aguacateros, de jacarandás, de falsos álamos, de gomeros, y de cruces y ángeles de mármol, cuyo silencio estaba siempre acompañado por una brisa que no podía disfrutarse en ningún otro lugar de La Habana? El problema era cuando se trataba “del lado ilegible”. En casos así, madre nunca quería confiarse plenamente.



Fue por eso, que días antes de mudarnos al cementerio, se hizo acompañar por Chana. Hablo de la negra vieja. Nuestra orisha familiar, la negra vieja de la vieja casa de la calle Ángeles número 9 (orillas del río, el Quibú, el apestoso). A escondidas de padre, el positivista, madre contaba para todo con Chana. No daba el más mínimo paso sin consultarla. ¿Recuerdas a Chana? Ahora también está allí, en una tumba de sobrio granito comprada por madre, pero entonces no había vieja más grande y más gorda y más negra en todo el reparto Zamora, tan negra que parecía recién llegada del Golfo de Guinea. No se la podía entender cuando hablaba de las cosas cotidianas. Cuando se refería al día a día de la vida, usaba un castellano confuso, de palabras torpes, pronunciadas a medias, o no pronunciadas, palabras que ella buscaba desesperadamente con los ojos pequeños, antiguos, solitarios, de un blanco bilioso, y con las manos enormes y trabajadas, que alzaba al cielo. Recuerdo en cambio que cuando hablaba del “lado ilegible” (como comprenderás, ella no solía usar esa frase), su castellano adquiría una claridad pasmosa. Palabras limpias, brillantes, hasta bonitas, de sintaxis precisa. Recuerdo también su voz rota de negra vieja, que adquiría entonces un tono cálido, próximo, hermosísimo —más hermoso cuando rompía a cantar sus cantos de la costa del Calabar. Chana recorrió la casa aún vacía. Fumó tabaco e hizo que el puro humo se esparciera por cada rincón. De cuando en cuando, se detenía, permanecía concentrada. Escuchaba, afirmaba, negaba, sonreía, se enfadaba y quedaba perpleja. Hacía gestos con los que espantaba figuras del aire. ¡Puta, vete, puta mala, fuera de aquí! En esos momentos madre le alcanzaba la jícara repleta de aguardiente. Temblorosa, la negra, tan vieja vieja que casi no podía tenerse en pie, levantaba la jícara, bebía un sorbo, no, no bebía, en realidad detenía unos segundos el trago en los labios, y luego lo escupía con agresividad que daba miedo. Se estremecía. Se le erizaba el poco pelo, estirado con los peines de hierro hirviendo. Tiraba un coco contra el suelo y lo rompía con fuerza que no imaginábamos en ella. Reunía los pedazos blancos, cerraba los ojos que ya parecían cerrados, estaba haciendo el máximo esfuerzo por entender. Escuchábamos el susurro de sus cálculos. Tomaba luego un manojo de albahaca, con amapolas, con flores blancas, empapado en agua de colonia, polvo de cascarilla que se elevaba como el humo, e iba golpeando las paredes rítmica, rítmica, tac-tac-tac, mientras entonaba las canciones inexplicables del Calabar. Más tarde, mucho más tarde, se iba a la ceiba, arrastrando los pies, llevando tras ella el humo del tabaco y la cascarilla, y allí quedaba, acariciando el tronco como si acariciara el cuerpo de un hombre. Entre ella y el árbol parecía haberse establecido el vínculo oculto que ella necesitaba. Un vínculo que ninguna de nosotras tenía capacidad de entender. Desconocido, misterioso. Hasta que el sol comenzaba a perderse entre nubes rojas, negras y rojas, velocísimas, de lluvia, por allá, por el lado tan lejano de Santa Fe.



Sonríes. Ignoro si te conozco bien. O si te conozco demasiado bien. Estoy segura, no obstante, de que sonríes. Adivino la habitual sonrisa de autoridad, y tras la sonrisa, la inevitable pregunta ¿Y de qué sirvió el ebbó de la Chana, si los muertos no dejaron dormir a tu madre?



Mi hermana y yo no teníamos miedo. ¿O sería mejor decir que sí, que teníamos miedo, sólo que el miedo no era el miedo que todos conocen por tal, sino un susto que nos daba una satisfacción inmensa, un susto que sobresaltaba, difícil de explicar? Por alguna razón que nunca comprendimos, algunos sepulcros nos conmovían más que otros. No quiero decir que fueran más o menos hermosos. No hablo de sus mármoles, brillantes o no, ni de sus estatuas expresivas o dramáticas. Tampoco de sus epitafios, esas frases que contenían una mayor o menor carga de pasión, tan apasionadas a veces, desfachatadamente apasionadas que daban ganas de reír. Estoy hablando de algo que nada tenía que ver con la arquitectura, ni con la escultura, ni con la poesía, mucho menos con la piedad, la compasión, la nostalgia o la risa. Estoy hablando de algo secreto, que no participaba del orden físico, afectivo o religioso de las cosas, y que a mi hermana y a mi nos impresionaba sin que supiéramos por qué. Había, por ejemplo, un pequeño mausoleo sin nombre, sin epitafio y sin nombre, en el que no podíamos detenernos sin que ambas nos echáramos a llorar. No pidas razones: únicamente menciono un pequeño mausoleo sin nombre. Hacia el final, donde estaba, abierta siempre, la fosa común, y donde padre y sus ayudantes amontonaban los huesos de los que carecían de familias, había cráneos que suscitaban nuestra clemencia o nuestra ira, nuestra risa o nuestra circunspección, exactamente como nos ocurre con las personas, con las personas de carne y hueso, quiero decir. Tocar un fémur a veces nos conducía hacia una paz imperturbable. Otros cráneos nos hacían sollozar toda la jornada, acariciar los huesos amarillentos parecía ponernos en contacto con tragedias o melodramas.



Allí entre panteones y monumentos pasábamos el día y parte de la noche. Allí jugábamos. Allí estudiábamos. Allí íbamos aprendiendo a vivir. Allí me enamoré o me apasioné (llámalo como quieras) como sólo sabemos enamorarnos o apasionarnos en la adolescencia.



Hacia el final de la tercera calle, bajo el flamboyán, estaba el sepulcro de Héctor Aquiles Galiano, nacido en La Habana en 1904 y muerto en esta misma ciudad en 1925. Era una tumba de cemento pulido con un supuesto trabajo de embellecimiento que mal imitaba la pompa de los mármoles, que el paso del tiempo había roto por varios lugares, y en cuyas fisuras crecían los helechos más altos y verdes del cementerio. En la cruz de hierro, en un medallón incrustado en la cruz de hierro, protegido por cristales cóncavos y potentes, se halla la foto de Héctor Aquiles, casi un daguerrotipo. Era el joven más bello del mundo. Todo el tiempo que he vivido después (y esto para ti será una revelación), no he hecho otra cosa que buscarlo. Buscar esa belleza ha sido una de mis metas. Buscar esa belleza que desapareció del mundo tantos años antes de que yo naciera y de un modo tan terrible.



Nunca he vuelto a ver otro Héctor como aquel Héctor, como tú. Pero ya hablaremos sobre esto.



El tiempo, lo sabes, no alcanza para tantos delirios. Así por lo menos decía madre, maestra de kindergarten, bebiendo una tacita de café fuerte en un sillón del portal. TRABAJAR AQUÍ.




Ahí está, pues, la fotografía de Héctor, de 1924, supongo: tiene el pelo oscuro, ondulado; la piel sepia de la foto, se sabe que es blanca, muy blanca; los ojos achinados, oscuros, voluptuosos, miran a la cámara con aire de seducción; la nariz es grande, por supuesto, y poderosa, de invasor, nariz de moneda de oro —de Héctor y de Aquiles; los labios, también enormes, armonizan con la mandíbula de aventurero, y sonríen con tímida prepotencia y algo de temor. No te lo niego: me angustia que “haya sabido”. En ese momento lo amo como se ama, del modo en que se ha amado desde siempre, como a un hombre muy hombre, como a un hijo. Llego temprano con la pucha de flores silvestres, que son las que convienen a un muerto tan vivo, tan hermoso y tan guerrero. En la fiambrera de la cocina, donde coloca madre las copas de agua que apaciguan la sed de los fallecidos, su copa es la más limpia, la más grande. En las tardes, cuando mi hermana se ausenta (la han obligado a dar clases de piano —¿para que active el apolillado órgano de la capilla, para que sea maestra ella también?—), beso la foto, la beso muchas veces, y me acuesto sobre la tapa del sepulcro a la espera de cualquier mensaje —que nunca sé si se producirá, al menos de la manera en que yo entiendo los mensajes y sus réplicas. De todos modos, le hablo, ¿qué me cuesta?



Le cuento de mi corta vida, de mis proyectos, le ruego Aparece, hombrehijo, en mis noches, en mis sueños, si ha habido otros íncubos, ¿por qué no tú?, vivo demasiados sueños con íncubos y a ellos debo la poca o mucha experiencia de mis noviazgos, ya sé que tú no quieres ser un íncubo, de ninguna manera, lo sé. Y el único sueño en el que aparece, no aparece. Te lo explicaré.



Me doy un baño, perfumo mi cuerpo con colonia 1800, me peino, me preparo, sé que voy a su encuentro y que él me espera desnudo bajo el flamboyán. Sin embargo, el sueño se queda en este ritual de los preliminares. Me digo ¡De prisa, no hay tiempo que perder, se desvanecerá, así sucede en los sueños!, y así es, porque ahí termina. No me encuentro con Héctor. Encuentro el espejo, un espejo enorme y adornado como nunca he visto. Y allí mi propio cuerpo, mi escualidez de adolescente, mis pelo revuelto, mis ojos abiertos, mi ropón de dormir empapado de sudor. No voy a su encuentro, tampoco él viene al mío. No es el íncubo, sino la espera. (TRABAJAR.) EL NOVIAZGO.



No quiero dramatizar: ¿será ese sueño la clave de todo esto? ¿Entiendes, me entiendes? A la mañana siguiente cuento y vuelvo a contar la frustración, tirada en la tumba, igual que siempre. Nadie, nada, no responde. La manía del silencio. La muerte y el silencio, los muertos parcos. Silencio, silencio, y eso que madre oye voces —o eso dice. El flamboyán enrojece el suelo y provoca sombras húmedas, otras nostalgias menos notables. Nada más. Entonces aprovecho y le hablo de las voces, las voces que madre escucha en las noches, en las madrugadas. A Héctor sí, le hablé de las voces, le pedí ayuda, después de todo él estaba allí, allá, distante, y algo debía conocer, digo yo.



En eso tienes razón: el ebbó de la Chana nada pudo contra las voces, a pesar de que casi cada lunes la veíamos aparecer (religiosamente, nunca mejor dicho) con los ojos oscuros (abiertos, cerrados, en todo caso oscuros), el bolso de yerbas y las frutas que ofrendaba a los orishas de la ceiba (y que padre se comía a escondidas). Madre nada sabía de mi desesperado noviazgo, lo que no le impedía hablar de las voces una y otra vez, con cansancio o alegría o nostalgia, según el tiempo. Me acosan, exclamaba, no me dejan vivir. En tanto que, al margen de todo, dueño de su propio reino de certezas, padre, el positivista, atendía entierros, preparaba la capilla, plantaba flores, cortaba otras, podaba árboles, sembraba árboles, pintaba los troncos de las palmas, abría platabandas, enjalbegaba muros, ponía trampas a las ratas, quemaba el cúmulo de ratas muertas, las hojas secas, limpiaba los mármoles sin brillo y los hacía brillar, los mármoles que los pájaros cagaban una y otra vez, con esa indiferencia de los pájaros. También levantaba mausoleos y abría nichos nuevos, pero nada sabía de voces —mucho menos de voces tan remotas. Quizá se hacía el desentendido. Si se hubiera dado por enterado, se habría visto en la obligación de burlarse, y a veces prefería volver la cabeza, respirar con fuerza, cantar por lo bajo e ignorar. No era cualquier hombre padre, lo sabes. A ratos podía ser tan sutil que daban deseos de comprenderlo y hasta de acompañarlo en sus incursiones expertas por los panteones.



Vuelvo a las voces. Ni mi hermana ni yo las escuchábamos. Nunca. No escuchábamos las voces. Sí supimos que madre las oyera, te lo aseguro. En aquellas sombras que seguían a las comidas, cuando padre se tiraba en el suelo, sobre una manta poblana, acompañado por una pequeña lámpara en forma de cirio (la bombilla eléctrica lloraba cera falsa), y un libro de José Ingenieros, madre semejaba una actriz pasada de moda que se llevaba las manos a la cabeza y deambulaba por la casa, perdido el rumbo, cualquier rumbo, y se asomaba (dramáticamente) a las ventanas cuyas gasas sucias (como en las malas películas de autor) se agitaban por aquella brisa que no corría en ningún otro sitio de La Habana. Se desesperaba, madre se abatía, en medio de su acting. Más tarde, veíamos la lucecita errante, un poco más errante y más intensa que la de cocuyos y luciérnagas, por entre las sepulturas, por entre las ramas de los gomeros.



No eran fuegos fatuos (nunca nos fue concedido ese privilegio, los fuegos fatuos), sino uno de los muchos candiles del soportal. Madre con uno de los candiles del soportal. Madre y su sombra por entre urnas funerarias, bajo la mirada sin pupilas de las vírgenes, buscando palabras, epitafios, sombras, apariciones posibles que le hicieran entender, encontrar la clave de las voces, de los mensajes. Ignoro si ella misma había supuesto que las voces significaban mensajes, o si Chana tenía que ver con la suposición. Nunca lo sabríamos. Chana y madre debían de formar las dos caras de una misma mujer. Por eso, a la mañana siguiente, mi hermana y yo desandábamos una y otra vez esos caminos en busca de no sabíamos qué, porque al menos estábamos seguras de que los ecos no quedaban colgados de cruces y de árboles como ropas de sobrevivientes.



Hasta un día. Escúchame bien. Una mañana descubrimos las grietas. No, no, perdona, no descubrimos las grietas, descubrimos la relación misteriosa entre las grietas y las voces, que no es lo mismo. Mi hermana. Sí, ella, se detuvo en la tumba de Héctor Aquiles, agrietada, abombada, inundada de hierbas, hendida por el centro y se arrodilló. De primer momento no entendí el supuesto fervor de aquel acto, un segundo después creí que había descubierto mi secreto y se burlaba. No seas idiota, dijo irritada, me limito a escuchar. Y pegó el oído en la rajadura, y cuando se irguió, vi en sus ojos una sonrisa de inteligencia. Pues claro, hija, será necesario taparlo todo, por estos huecos un mundo se cuela en el otro. Se irguió presurosa Hay que buscar piedras. Aunque la mañana estaba oscura y del río llegaba un olor a légamo, no llovía. Trajimos las piedras del otro lado, desde aquel campo que mi padre dejaba en reserva, para cuando el cementerio necesitara crecer (los cementerios también crecen, no dejan de hacerlo, codiciosos, lo sabrás), y donde había palmas reales, y margaritas silvestres, y lomas de tierra roja cubiertas por matas de calabaza que por error las aves carroñeras picoteaban con insistencia. Recogimos las piedras en los sacos de cemento vacíos que se almacenaban en la caseta de los enseres. Volvimos con las piedras, a ocultas, y fuimos tapando los hoyos, uno por uno, en un esfuerzo largo, de tiempo, esmerado, minucioso. Al terminar, nos sorprendió el silencio monumental que se había apoderado del cementerio, de la casa, del mundo. Silencio que lo abarcaba todo, incluida nuestras voces de auxilio. Conversaciones mudas en la mesa de las comidas, en las tardes de los sillones del portal. Movimientos inútiles, callados, inútiles. Se dejaron de oír relojes, portazos, llantos, campanas, martillazos, aguaceros. No hubo pasos. La frialdad de la noche no volvió a quebrar las tejas hirvientes del techo luego de catorce horas de sol. Las ventanas se abrieron y cerraron. No hubo trinos: los tomeguines permanecieron inmóviles en las ramas. Ramas sin susurro, como se suele decir. Ramas sin tomeguines, sin brisa. Porque descubrimos la extraña relación entre las cosas. El silencio provocó la fijeza. La fijeza provocó la oscuridad. La oscuridad apagó olores y sabores. Significa decir, vivimos un día largo y oscuro y anodino y una noche larga y oscura y anodina. Atrapados en una cárcel. Padre andaba de un lado a otro, alguien a quien le había quitado la razón en una discusión importante. Era evidente, no entendía. Madre tampoco entendía. La veíamos perderse por la casa, un poco menos actriz, más verdaderamente abatida, sigilosa, mirándose furtiva a los espejos, tocándose el cuello con extrañeza, atándose al cuello los pañuelos de seda de sus tiempos de maestra. De la garganta desgarrada de la negra Chana no escaparon los cantos del Calabar. Las manos, fueron las manos las que parecieron preguntar ¿Qué es esto? No pude soportarlo, créeme, y sólo esperé dos noches. Si me conoces como dices, sabes que carezco de paciencia. La impaciencia es una de mis más inconvenientes virtudes. Dos noches. Corrí a la tumba de Héctor y comencé a apartar las piedras que cegaban las grietas. Madre siempre dijo que había escuchado un grito y que se vio una luz. No soy capaz de negarlo, tampoco de afirmarlo —no me culpes. En todo caso, sí puedo asegurarte que esa noche no regresé a la casa.



Desde esa noche, desde aquellas noches, creo en la relación secreta de las cosas, en el orden. Igual que en las novelas. Anduve horas y horas, hasta el cansancio. Así que puedes agradecer a una tumba, a las piedras en las grietas de la tumba de un muerto bellísimo, el que nos hayamos encontrado alguna vez.